Contra viento y marea, pese a las reticencias de sectores políticos, el desconcierto de la Rama Judicial y la abierta oposición del Fiscal General, el Gobierno nacional ultima la excarcelación de centenares de jóvenes de la primera línea detenidos por su presunta participación en delitos cometidos durante el estallido social del año pasado. Facultado por la Ley 2272 de 2022 que reformó la Ley 418, el presidente Gustavo Petro será quien expida las resoluciones nombrando a los voceros o promotores, como se conocerá a los gestores de paz, dando cumplimiento a uno de sus primeros anuncios tras la victoria electoral de junio pasado y, por supuesto, a su más reciente promesa de sacarlos de los centros de reclusión para que se rencuentren con sus familias antes de Navidad. Sin duda, se trata de una cuestión enrevesada que por donde se mire aparece flanqueada de embrollos jurídicos y constitucionales que han suscitado candentes controversias.

Por consiguiente, llevarla a término en los plazos fijados, que no es poco, dependerá casi exclusivamente de la voluntad política del jefe de Estado, quien ha demostrado estar jugado por la libertad de los detenidos en las protestas del paro nacional. En su gran mayoría, vinculados a procesos judiciales en curso, aunque también hay condenados. Quienes advierten sobre amenazas al equilibrio de poderes con esta excarcelación masiva, al margen de sus consideraciones políticas, argumentan que se requiere una ley, en vez de un decreto reglamentario, para darle soporte jurídico. O lo que es lo mismo, reclaman que se tramite en el Congreso una norma especial en este sentido. No parece, sin embargo, que esto vaya a ocurrir.

Es más, dando un paso hacia adelante, el Gobierno expidió hace unas horas el decreto con el que crea la Comisión Intersectorial para la Promoción de la Paz, la Reconciliación y la Participación Ciudadana. Su principal función será definir los lineamientos para recomendarle al presidente Petro quiénes podrían ser admitidos o no como promotores de trabajos humanitarios y de reconciliación. Se refiere a labores o tareas, cuyo alcance y fines específicos, aún no están del todo precisados, pero que en cualquier caso serán establecidos por el Comisionado de Paz, que también tendrá que asumir su vigilancia para dar fe de su ejecución. Como es de esperarse, tampoco se sabe a ciencia cierta cuáles serían las consecuencias de eventuales incumplimientos. Por el momento, solo se conoce que los excarcelados seguirán respondiendo por sus procesos. Tampoco se tienen certezas si tendrían que reconocer pertenencia a un determinado grupo insurgente o de carácter político para ser gestores de paz, como ha sucedido en gobiernos anteriores.

Da la impresión de que esta figura aún se encuentra en construcción. Veremos qué pasa. Por lo pronto, las dudas en torno a ella son significativas. Aunque al ministro de Justicia, Néstor Osuna, le sobran respuestas. Por un lado, el Ejecutivo no cree que se necesite una ley adicional para tramitar las excarcelaciones que quedarán a discreción del presidente, con todo lo que ello traería consigo a futuro. Probablemente, una caja de pandora difícil de cerrar. Por otro, es que la Ley 2272 no excluye a los condenados por delitos graves, de modo que sí es posible que alguno de ellos sea designado gestor de paz, pese a que la Corte Suprema de Justicia ha reclamado que no se ignoren las decisiones de jueces y fiscales ni se irrespete su autonomía e independencia. Esta desarmonía, más bien estruendoso ruido, es realmente difícil que no deje secuelas. Seguramente, harán falta más precisiones para encauzar el sinuoso trazado jurídico escogido, pero ante todo diálogo para evitar que crezca la desconfianza o se produzcan desgarros entre poderes que representan la institucionalidad en un país que clama por reconciliarse, pero no a cualquier precio. Ni desestabilización ni ilegitimidad, ese no es el camino. Cada caso debe ser analizado antes de decisiones finales que podrían estigmatizar aún más a los jóvenes.