Podrá cuestionarse la forma, porque no existe aún claridad sobre la focalización, condicionalidades o financiación del programa de jóvenes en paz anunciado por el presidente Gustavo Petro. Pero frente a lo que no deberían existir dudas es en la pertinencia de iniciativas como esta, que al igual que otras en curso, intentan dar respuesta a la endémica injusticia social que agravia a los jóvenes más vulnerables de Colombia. Mujeres y hombres de 14 a 28 años que sometidos a una sistémica exclusión educativa y laboral encaran un porvenir sin esperanzas. Impedir que organizaciones criminales o las trampas de la pobreza consuman sus perspectivas vitales hasta dejarlos sin propósitos debe ser un compromiso de la sociedad entera. Pero en particular, tiene que ser una obligación innegociable del Estado, que valga decir aún está lejos de situar a semejante crisis social en el lugar que merece: el centro de cualquier discusión política.
Al margen de la orientación ideológica o política del gobierno de turno, nada tendría que ser más importante que solventar una cuestión de elemental igualdad de derechos y oportunidades para quienes no tienen asegurada una distribución equitativa de progreso. En el caso de los jóvenes, la lógica indica que el tiempo para que sienten las bases de su futuro se agota cada día que pasa. Si no avanzan como es el deber ser, la sociedad tampoco lo hará. Quizás en ello radica buena parte de las turbulencias que no le permiten al país hallar estabilidad. Si la marginación o la violencia lastran las posibilidades de quienes anhelan demostrar su talento y capacidades, desencadenando frustración, rabia o desconfianza, la educación produce el efecto contrario. ¿Por qué entonces no se hace mucho más para reducir las barreras de acceso y permanencia en programas educativos y en el mercado laboral formal que contribuyan a transformar el tejido social?
Es indudable que este es un camino virtuoso que siempre valdrá la pena recorrer. Justamente, Barranquilla acaba de dar un paso sustancial en este sentido con la transformación del Itsa en la Institución Universitaria de Barranquilla (IUB), convertida tras el cambio de nombre e imagen en el primer centro de educación superior pública de la ciudad. No se trata solo de una renovación cosmética, sino de una apuesta de gran calado para incrementar en el corto plazo la oferta en sus 26 programas, con gratuidad en la matrícula, para estudiantes de los colegios distritales. Serán mil cupos en 2023, con la apertura de una nueva sede que acaba de ser adquirida, y otros 3.200 en 2025, hasta alcanzar 10 mil alumnos en formación. Aumentar cobertura en la educación superior, además con calidad, nos acerca a mínimos de equidad generacional, que no es nada distinto a abrir espacios dignos para los jóvenes. Ciertamente, son esfuerzos importantes para reconocer, pero aún se quedan cortos o son insuficientes.
Cada año, 11 mil muchachos se gradúan como bachilleres y técnicos laborales, gracias al programa de doble titulación del Distrito, pero muchos no encuentran cómo seguir su formación tecnológica o profesional. Escollo que retrasa o condiciona su proyección laboral y personal. Entre 2021 y 2022, la iniciativa Universidad al Barrio, también de carácter oficial, entregó 5.500 becas de programas técnicos a egresados de instituciones educativas públicas. Haciendo cuentas, aún quedan por fuera de los ciclos formativos miles de jóvenes que ante la falta de recursos resignan sus deseos de estudiar, de modo que terminan en trabajos precarios e informales o aún peor, en la ilegalidad. Este es el punto al que jamás se tendría que llegar. Empresas públicas, privadas, fundaciones, organizaciones o la academia deben sumar esfuerzos para ofrecerles educación y enganche a empleo formal, asegurando su estabilidad e ingresos. Dejarlos a la deriva es una incoherencia mayúscula que agravará aún más nuestra penosa disparidad social. Conviene que todos lo entendamos así o asumamos las nefastas consecuencias que ello traerá consigo.