Era el trofeo que le faltaba. La gloria que merecía. Hubiese sido injusto que Lionel Messi cerrara su historia en los mundiales sin coronarse campeón, sin sentarse en ese trono en el que Diego Maradona reinó y se hizo inmortal para todo el pueblo argentino en 1986. Ya nadie podrá decir que el chico de Rosario no se le puede comparar con ‘El Pelusa’, que no sabe lo que es levantar la Copa del Mundo, que no escaló hasta la máxima cima del Olimpo del fútbol. Mucho menos usar esas frases incomprensibles y desproporcionadas para él con las que sus mismos compatriotas lo fustigaron cuando tropezó en su camino hacia la eternidad futbolera.
No es “pecho frío”, ni “catalán”. Ni ninguno de aquellos señalamientos despectivos que aparecían cuando se le hacía imposible redondear la conquista que tanto soñaban él y sus coterráneos. Claro que se sabe el himno argentino, lo canta con orgullo y fervor. Le sobra sentido de pertenencia, calidad y carácter, no le falta nada, ya ni siquiera ese bendito trofeo por el que osaron cuestionarlo y minimizar su exitosa carrera de tantos años en la gloria. Messi había ganado de todo individual y colectivamente con el Barcelona de España, pero siempre le endilgaban que con la camiseta albiceleste supuestamente no tenía el mismo brillo, aunque ya había sido campeón mundial juvenil y medalla de oro olímpica, dos logros bastante complejos que no cualquiera ostenta en sus vitrinas.
Sus críticos le restregaban en cara que no tenía un Mundial de mayores en su palmarés, como Maradona, siempre la bendita comparación. Así que para Messi, terminar los torneos de la selección con su figura cabizbaja y desilusionada era una doble frustración. Él mismo ha dicho en varias entrevistas que con su familia vivieron momentos realmente difíciles tras perder tres finales de la Copa América (2007, 2015 y 2016) y la del Mundial Brasil-2014. Algo que para nadie sería sencillo encajar, mucho menos si eres Messi. Pero en juego largo, siempre hay desquite. Y la revancha de Lionel Messi con sus despiadados francotiradores comenzó en la Copa América 2021. Lograr ese título fue una reivindicación consigo mismo, un desahogo, la liberación de un yunque de presión que hacía más complejo su andar en la selección. Se soltó de los grilletes de decepciones del pasado y miró el futuro con esperanza.
A partir de ese primer bocado de gloria, comenzó a construir esa ilusión que este domingo se hizo realidad en Qatar. En un partido trepidante, emotivo, calificado por muchos como la mejor final de la historia, Argentina derrotó a Francia en definición por tiros desde el punto penal luego de igualar 3-3 en 90 minutos reglamentarios y 30 de alargue. En ese duelo decisivo, en el que Mbappé anotó tres goles -crack de otra dimensión que ratificó que está listo para tomar el testigo mágico que le dejará el argentino- Messi demostró que todavía tenía tinta para escribir en letras doradas la ansiada página que tanto le reclamaban. Con dos anotaciones y una destacada actuación, fue determinante para que Argentina volviera a vivir, por fin, la explosión de júbilo que detonaron los seleccionados de 1978 y 1986.
Pequeño en estatura, pero grande en perseverancia, Messi, además de hábil, veloz, espectacular y genial, demostró ser constante, combativo y guerrero. A pesar de que en un momento remaba contra la corriente y muchos periodistas y aficionados argentinos le decían que renunciara a la selección, se mantuvo firme y logró su sueño. Después de cuatro mundiales, otro jugador puede perder vigencia futbolística o resignar su meta, pero para Messi, que a sus 35 años se sostiene en la élite del balompié universal, no hubo quinto malo. Se preparó para dar la pelea y salió vencedor. Justo y necesario para agrandar y laurear su admirado perfil. Este trofeo es la confirmación de un futbolista legendario, perpetuo. Un Messi para la historia.