Ahora que estamos a punto de despedir un año y de recibir con alborozo el que se avecina conviene echar la vista atrás con el sano propósito de calibrar tantos hechos relevantes que marcaron un tiempo retador en el que volvimos a estar a prueba. Siendo realistas, no se trata de encontrar la cuadratura del círculo porque no hallaremos nada nuevo bajo el sol.

En Colombia nos hemos acostumbrado, en virtud de los muchos y constantes trancazos recibidos, a ser todo lo flexibles, prácticos y recursivos que haga falta, para ser capaces de adaptarnos a aquello que en otros lares se consideraría inusual, irrealizable y hasta absurdo, pero que aquí termina convertido en norma de vida.

Cuestión de física supervivencia, dirían algunos con acierto. ¿2022 fue un año difícil? ¡Sin duda! Quizás menos que el aciago 2020, cuando lidiamos con la inesperada irrupción de la pandemia de covid-19 que, por cierto, aún no termina, pero tampoco podemos asegurar que ha sido un periodo absolutamente normal.

Demasiados no tuvimos más remedio que bailar con la más fea, tal cual reza el refrán popular. Cada quien podrá hacer su propio relato, pero en líneas generales casi todos coincidimos en los mismos compases. El más recurrente, el de la insufrible inflación que puso por las nubes el precio de alimentos y productos básicos de la canasta familiar, obligando a los hogares, en especial a los más vulnerables, a apretarse el cinturón hasta el último agujero, quedándose al borde del ahogo y, eso sí, con mucha hambre.

Mal asunto, sobre todo porque aún no está resuelto y lo que se viene pierna arriba en 2023 en términos de impacto socioeconómico en familias y empresas no resulta tranquilizador.

En el Atlántico y el resto del Caribe toca añadirle la carestía energética, menos aún superada, y en Barranquilla, adicionalmente, el deterioro del servicio de agua. Con sus alarmantes señales, las sucesivas emergencias invernales nos demostraron hasta el cansancio que no hacemos lo suficiente para abordar la crisis climática, mientras el planeta acelera su tránsito hacia un punto de no retorno.

Cerramos un año en el que la guerra tampoco dio tregua. Más bien, todo lo contrario: aumentaron los crímenes de líderes sociales, las masacres y los desplazamientos. Sin dios ni ley, los violentos siguieron repartiendo horror en Arauca, Chocó, el Andén Pacífico, Putumayo o los Montes de María.

En Cartagena, Santa Marta, Montería y Valledupar, además de Barranquilla, los homicidios no encuentran freno, las mafias se expanden y, dolorosamente, los feminicidios aumentan, al igual que la violencia contra los menores. Todo ante la mirada indolente de sociedades anestesiadas y, aún peor, de autoridades e instituciones cuyas acciones o medidas se quedan en buenas intenciones o en oportunidades perdidas. Por algo será.

En tanto los ciudadanos convertidos en héroes sin capa ni espada encaran el cúmulo de hostilidades que torpedean su día a día, la clase política, desde el Olimpo de sus posiciones privilegiadas, nunca defrauda en su empeño de encanallarlo casi todo. Sin la menor vergüenza ni pudor se pelean, insultan, desinforman, manipulan o instrumentalizan la realidad a su antojo y de manera irresponsable en un ejercicio constante de populismo, demagogia o activismo, intentando saltarse las reglas de juego, e incluso desconociendo la división de poderes.

Camino peligroso que no conduce a ninguna parte: sea Gobierno u oposición, da lo mismo. Sus temerarios anuncios o iniciativas impracticables los dejan con un margen de maniobra muy estrecho. Cuánta falta nos hace el sentido común para alcanzar acuerdos que aseguren estabilidad económica, social y política. Un buen punto de partida para construir la verdadera paz total.

El tiempo corre, iniciaremos un nuevo año en el que todos podríamos hacerlo mucho mejor. Pongámosle ganas y dejemos de derrochar esfuerzos gastando pólvora en gallinazos. ¡Feliz Año 2023! Aquí seguiremos con ustedes.