Hay ocasiones en la vida en que la valentía no nos llega, por más que el momento lo exija. Pero ese es un terreno desconocido para nuestros bomberos. Quedó demostrado hace unos días cuando afrontaron con ejemplar firmeza uno de los peores incendios que se recuerde en Barranquilla.

Tanto para ellos que lo combatieron de frente, soportando en su humanidad el ardor del fuego, como para los simples espectadores: cada uno de nosotros que seguimos con aprehensión infinita los avatares de su gesta durante 60 horas de pura gallardía. Ni la prudencia de la madurez, en el caso de los más experimentados, ni la perplejidad de los jóvenes, por su falta de veteranía, fueron obstáculos que se interpusieron en una misión indiscutiblemente peligrosa.

Con descarnada crudeza, unos y otros se descubrieron batallando contra un monstruo intratable que sin piedad amenazaba con devorarlos, como había ocurrido con su compañero el sargento Javier Solano, uno de los primeros respondientes a esta emergencia imposible de olvidar.

Todavía inmersos en sus indagaciones para elaborar el reporte oficial, pero sobre todo tocados en lo más profundo por el carrusel de emociones vividas en tan breve lapso, los miembros del Cuerpo de Bomberos de Barranquilla, esos héroes cotidianos, anónimos, pero antes que nada, excepcionalmente humanos, nos revelan sus sentimientos en una conmovedora crónica que compartimos hoy con nuestras audiencias.

Hablan por primera vez para contarnos cómo es encontrarse con un enemigo que pudo arrebatarles la vida. ¿Miedo? Por supuesto, y mucho. Si no lo hubieran experimentado bajo esas extremas circunstancias, cualquier podría pensar que no les corre sangre por las venas. Pero que nadie se equivoque, no se trata de temeridad ni irreflexión, tampoco irracionalidad, sino de un legítimo compromiso adquirido con la comunidad.

Estremecen historias como la de Yamile Beltrán, madre soltera con tres hijos, que a pesar de haber cumplido su turno de la noche y estar de vuelta en su hogar, acudió al llamado que le hicieron a las 5 de la mañana. Esta valiente mujer, fiel a sus principios y, en particular, al amor que le profesa a su misión, no dudó en abrazar a sus hijos, que se quedaron llorando, para ir a respaldar a sus compañeros. Difícil encontrar tanto coraje.

El mismo que tuvo el bombero Carlos Mejía, de apenas 23 años, uno de los primeros en arribar a la Vía 40. Con la mente puesta en conjurar la catástrofe en ciernes y el corazón abrigado por el cariño de sus seres amados que no dejaron de enviarle mensajes de aliento durante horas, el joven nunca desmayó.

Solo una gran familia como esta es capaz de hacer de su legítimo temor un escudo protector tan resistente como solidario para salvaguardar sus vidas y las de todos aquellos que han depositado su confianza en ellos. Imposible imaginar una angustia que inspire más coraje.

Con cuánta honestidad, estos intrépidos bomberos hablan de las horas sin fin que vivieron, mientras luchaban contra las vehementes llamas. Los testimonios de Argemiro Cano, Bladimir Orozco y en especial el del teniente Cesar Fonseca, toda una institución en el Cuerpo de Bomberos de Barranquilla, narran situaciones reales que cuesta imaginar.

Tendríamos que ponernos en sus botas o vestirnos con sus chalecos y cascos para tratar de entenderlo, así sea por ósmosis. Quince minutos la radio en silencio: ¡quince minutos, tras una orden de evacuar en el peor momento de la conflagración! Toda una eternidad en la que lo peor pasó por sus mentes. Solo quienes estuvieron allí, frente al fuego, lo saben: terror, zozobra e impotencia, como la del sargento Sergio Mendoza tras conocer la muerte de su gran amigo.

¿Quién podría atreverse a cuestionar su frustración o dolor e incluso, a juzgarlos? Sería impensable por absurdo e inhumano. Para ustedes, los bomberos de Barranquilla, una vez más reconocimiento y gratitud.