Los recientes hechos de criminalidad en el barrio La Alboraya, de Barranquilla, más puntualmente en la carrera 8, provocaron este fin de semana un desenlace inédito en la dinámica de uno de los sectores de rumba y ocio nocturno más concurridos de esta ciudad. Como nunca antes, el pasado 7 de enero, los comerciantes decidieron, en algunos casos, no abrir las puertas de sus negocios, y quienes sí lo hicieron se quedaron esperando a sus habituales clientes. Tras el crimen de Luis Felipe Sánchez, el 5 de enero, a manos de pistoleros, y el lanzamiento de una granada de aturdimiento a primera hora del mismo sábado, se generó una previsible reacción en cadena con evidentes consecuencias. Cada quien es dueño de su propio miedo, de manera que juzgar a esta comunidad golpeada por sentimientos de angustia e incertidumbre resulta irresponsable.
Lo cierto es que los violentos, lamentablemente, lograron una vez más su cometido. En esta ocasión, paralizar una zona de intensa actividad económica de la que depende un número significativo de familias, causando un daño importante en sus ingresos. Por donde se enfoque, esta es una situación preocupante que exige de entrada una evaluación profunda sobre la eficacia de la estrategia de seguridad a cargo de la Alcaldía y de la misma fuerza pública frente a la expansión o consolidación de estructuras del crimen organizado, aún sin control. Ninguna de las extorsiones, crímenes cometidos por sicarios el año anterior o los registrados en los primeros días de 2023 se pueden considerar episodios aislados. Todo lo contrario. Son el resultado de una guerra a muerte entre facciones de organizaciones ilegales, aparentemente orquestada por los líderes de ‘los Costeños’, dispuestas a demostrar, al precio que sea, quiénes se quedan con los roles y rentas del narcotráfico y de otras economías ilícitas en el departamento.
Lo sucedido en la carrera 8 deja la sensación de que a pesar de la respuesta de la Policía y el Ejército, que anunciaron operativos conjuntos de patrullaje, acciones de vigilancia y acompañamiento permanente, los dueños de los locales, trabajadores y habitantes no se sintieron seguros ni quisieron correr riesgos. En cambio, prefirieron acatar lo indicado por desconocidos en mensajes intimidatorios divulgados horas antes. Mala señal porque una vez que el miedo se instala, debido a la desconfianza reinante, cuesta, y mucho, echarlo fuera. O si no que se lo pregunten a los transportadores, víctimas recurrentes de los extorsionistas en Barranquilla y su área metropolitana, más allá de la procedencia de las amenazas. Es inaceptable que la inestabilidad por el vaivén de la criminalidad, como pasa con los comerciantes del Centro o representantes de otros gremios del departamento, contagie ahora el sector de la 8.
¿Hasta cuándo las confrontaciones urbanas de los grupos armados ilegales y su constante búsqueda de nuevas fuentes de financiamiento condicionarán la tranquilidad de los ciudadanos, en tanto asfixian sus actividades económicas? Hacer predicciones es difícil, especialmente sobre el futuro, pero no es aventurado considerar que si no se rectifica en materia de seguridad, los liderazgos en Barranquilla podrían verse cuestionados. Es el momento de entender que los inventarios criminales cambiaron: el retorno de jefes paramilitares y capos narcotraficantes que pagaban penas en Estados Unidos o el aumento de los envíos de droga al exterior, tras la pandemia, alteraron un escenario de por sí envenenado. Esta no puede seguir siendo una batalla perdida, sin rumbo, ni horizonte, en la que los ríos de dinero producto de las economías ilegales transnacionales se laven con la sangre de los eslabones más débiles. ¡Hagan algo, de verdad!