La asonada de miles de seguidores del expresidente Jair Bolsonaro en las sedes de los tres poderes en Brasil confirmó aún más el descomunal reto que tiene por delante el actual gobernante, Luiz Inácio Lula Da Silva, para recoser las heridas abiertas en su país. Quienes se atrevieron a poner en jaque a la democracia, como ocurrió a principios de 2021 en Estados Unidos durante el frustrado asalto al Capitolio, lo hicieron convencidos que actuar con violencia o por la fuerza era la forma correcta para desalojar del poder a quien lo obtuvo de manera ilegítima, robándose las elecciones, como tantas veces lo señaló el excapitán del Ejército, defensor a ultranza de las teorías conspirativas de su admirado Donald Trump. No es de extrañar que esto ocurriera.

Calcado del mismo manual seguido además al pie de la letra por sectores políticos de comportamiento disruptivo, tanto de derecha como de izquierda, intentos desestabilizadores como este tienen su origen en pautas previamente establecidas. Entre las más relevantes, el uso sistemático de mentiras, falacias y patrañas, al igual que de violencia verbal –en particular, en redes sociales- para intoxicar todo lo que sea posible la convivencia ciudadana hasta el punto de inducir a los seguidores más radicales a la acción. Finalmente, los hechos del domingo demostraron que cuatro años de bolsonarismo puro y duro serán difíciles de superar, por lo que sería ingenuo creer que tras la detención de centenares de personas, el desmantelamiento de campamentos en ciudades clave del país o el rechazo de grupos que aún respaldaban al expresidente, el riesgo de perturbación, turbulencias o ruptura de la institucionalidad haya sido conjurado por completo. Por el contrario, la amenaza fascista o golpista, como la calificó la OEA en las últimas horas, continúa ahí, agazapada, a la espera de otra oportunidad para dar el zarpazo.

La actitud de un Bolsonaro que tira la piedra y esconde la mano, claramente un mal perdedor, tampoco ha contribuido a calmar los ánimos. Ni antes ni ahora, cuando reaparece para alborotar el avispero. Fiel a su esencia, el exmandatario nunca reconoció la victoria de Lula, tampoco se reunió con él, no estuvo presente en la transmisión de mando y en los momentos posteriores a la asonada, se dejó ver en un hospital de Estados Unidos, donde se trata de dolencias de salud. En otras palabras, parece señalar: ¡a mí que me esculquen! Lula debería tener presente que lo ocurrido estaba cantado y que, ni así, su Ministro de Defensa ni los altos mandos militares intentaron neutralizarlo. Tamaña falta de previsión, connivencia o inacción tendría que ser resuelta sin más, antes de que otro episodio de insurrección popular se cocine por debajo de la mesa, con acciones potencialmente más graves que las protagonizadas por la turba del domingo.

Sin pausa y con prisa, el presidente Luiz Inácio Lula Da Silva trabaja para restaurar la democracia en Brasil. Transcurridos sus primeros 11 días, ha centrado sus mensajes y acciones en la defensa de los derechos humanos, la reivindicación de sectores excluidos, la reducción de las desigualdades, el rescate de la Amazonía, la recuperación de la institucionalidad y la reinserción de su país en el contexto internacional. Reconstruir una nación en ruinas, como él mismo anticipó en su discurso de posesión, ha quedado claro no resultará una tarea de sencillo ni rápido trámite. Los bolsonaristas, muchos de ellos en el interior de su propio Gobierno, tampoco se lo facilitarán. Es importante insistir en lo que son: una amenaza a la democracia y a la legitimidad en cualquier contexto, de modo que revertir, lo antes posible, la nefasta herencia del autoritario gobierno que lo antecedió debe ser su principal prioridad para poder avanzar en su ambiciosa agenda social.