Quienes se ilusionaron con aprovechar al máximo los festivos que marca el calendario en 2023, 20 en total, para viajar por carretera, les bastaron los dos primeros para tirar la toalla. En una pesadilla se convirtieron los desplazamientos de miles de colombianos que en sus vacaciones quedaron atrapados horas en trancones kilométricos, que les amargaron el viaje. En el extenso, además de compresible apartado de quejas y reclamos aparecen desde el pésimo estado de las carreteras, todo un clásico en Colombia, hasta los múltiples frentes de obras habilitados –increíblemente- en los días de mayor tráfico de la temporada turística, pasando por las oprobiosas condiciones de una arcaica infraestructura que nos mantiene, aunque nos digan lo contrario, anclados desde hace décadas a una movilidad propia del tiempo de piedra. Historia inacabable que suele estar salpicada de hechos de corrupción, ineficacia o desidia. Ahí está la Ruta del Sol, el compendio más completo de todos los males padecidos por los viajeros en el nuevo año.

A este caos, que se reproduce con más o menos intensidad en distintas regiones, toca sumarle las consecuencias de un invierno implacable que destrozó, como si fueran de cartón, un buen número de vías, en especial secundarias y terciarias. Muchas de ellas, totalmente rotas y aún sin intervención -ni siquiera contemplada- por parte de los gobiernos locales ni el nacional, entre otras razones porque continúa lloviendo, terminaron por agudizar el colapso de corredores estratégicos. Para la muestra, un botón: el de la dramática situación de incomunicación que se registra entre el suroccidente y el centro del país, producto del impresionante derrumbe sobre la Panamericana, en Rosas, Cauca. Ante el cierre total de la carretera, es un hecho incontestable que no existen opciones de tramos alternos que sean seguros ni rápidos. Tampoco, soluciones definitivas a corto plazo. Es lo que hay. Cuándo reconoceremos que estamos plagados de cuellos de botella viales tan previsibles como irresolubles, y sobre todo cuándo será que podremos constatar progresos reales en zonas que exigen respuestas distintas por su topografía. ¡Difícil!

El resto corre por cuenta de la falta de previsión o manejo de los responsables del tráfico en sus distintos niveles. Arrancando por el Ministerio de Transporte, la Agencia Nacional de Infraestructura (ANI), el Instituto Nacional de Vías (Invías) y la Dirección de Tránsito y Transporte de la Policía Nacional. De ahí en adelante, la ausencia de inteligencia recae directamente en los gestores territoriales y, por supuesto, en las propias concesiones que casi siempre se lavan las manos como si no fuera con ellas. ¿Será que alguna vez se detienen a escuchar los lamentos de ciudadanos que cansados de pagar impuestos y peajes, estos últimos extraordinariamente elevados en algunos casos, acusan hartazgo de moverse por carretera? Contadas excepciones, no parece que sea así, en particular porque muchos señalan que nada cambia ni en el corto ni en el largo plazo, en sus regiones. Claro ejemplo de ello, la ruta Bogotá-Girardot. No faltan quienes han abandonado toda esperanza de llegar a tiempo cada vez que la transitan y otros, con amargura, han dejado de hacerlo. Así también sucede con otras vías, lo cual es una vergüenza que debería interpelar al Gobierno de turno y a los concesionarios sobre si están haciendo lo suficiente para asegurar una adecuada movilidad en las carreteras nacionales. No se trata solo de anuncios, de esos estamos llenos, sino de ejecutar de forma eficaz y transparente las obras en los cronogramas previstos. Es verdad que el aviso del Ejecutivo de no incrementar los peajes alivia el bolsillo, pero no zanja la profunda crisis de tantas vías, como la misma Ruta del Sol, a la que le quedará aún un largo tiempo para que deje de ser la espantosa trocha en la que se transformó, pese a que las intervenciones ya iniciaron. Ojalá sean capaces de ofrecer salidas temporales. Ojalá.