El Gobierno de Gustavo Petro sigue enredándose en el laberinto de la paz total. El anuncio del director de la Policía Nacional, general Henry Sanabria, de suspender las operaciones ofensivas contra miembros del Clan del Golfo, pese a que sus órdenes de captura no fueron finalmente levantadas por la Fiscalía, no solo preocupa, sino que desconcierta. En especial, a los habitantes de las regiones más azotadas por el feroz accionar de la banda criminal. Sus palabras resultan una galimatía antológica, debido a que cuesta, y mucho, tratar de entender que los policías podrán detenerlos si se los encuentran en un retén, pero no van mover un dedo para perseguirlos o ir a buscarlos, aunque sepan donde se encuentran. Alucinante suspensión de facto.
Conviene precisar, eso sí, que Sanabria no se manda solo. Como el resto de la cúpula de las Fuerzas Armadas, acata las órdenes impartidas por su comandante en jefe: el presidente de la República. El mismo que le pidió a su comisionado de Paz que solicitara a la Fiscalía levantar las órdenes de captura contra 16 integrantes de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), como también se le conoce al Clan, y de las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (ACSN) o Pachenca. Petición que ha desatado un inédito choque de trenes entre dos poderes del Estado: el Ejecutivo, que aspira a convertirlos en voceros de los acercamientos con estas estructuras paramilitares que pidieron pista en la paz total, y el Judicial, encarnado por el fiscal General quien le dio un no rotundo a Danilo Rueda. Tajante, Francisco Barbosa señala que actualmente no existe un marco jurídico que sustente decisiones de esta naturaleza, cuando se trata de estructuras armadas ilegales sin estatus político. O lo que es lo mismo, sin una ley de sometimiento a la justicia, no dará luz verde a un trámite que, estima, luego podría complicarse.
En este rifirrafe que no tiene pinta de dejar de escalar y en el que el ministro del Interior, Alfonso Prada, insiste en que la Ley 2272 de 2022 sí faculta al Jefe de Estado para adelantar conversaciones exploratorias con criminales vinculados al narcotráfico, la posición de Barbosa suscita una discusión válida. ¿Cuáles son los límites de la paz total? Sobre todo, porque en el Cauca, Arauca o Bolívar, siguen siendo recurrentes repudiables hechos de violencia, como secuestros de militares perpetrados por disidencias de Farc que hacen parte de la iniciativa gubernamental y están cobijadas por un decreto de cese el fuego bilateral. Cuestionar la ausencia de mecanismos de verificación, información clara sobre sus términos o del alcance jurídico de las decisiones anunciadas o adoptadas no es de ninguna manera oponerse a las negociaciones con el Eln o al desmantelamiento de organizaciones multicrimen sin carácter político, como algunos quieren hacer ver. Politizar la paz siempre será un error imperdonable, pero es cierto que hacen falta mínimas certezas o rumbos definidos para que no se siga incurriendo en desatinos pueriles.
Es innegable que existe un consenso de voluntades entre distintos sectores, en especial entre la sociedad civil, para que se detenga el baño de sangre en los territorios. Sin embargo, también es imprescindible que el Gobierno extreme sus cuidados en asuntos tan delicados, que da la impresión se toma demasiado a la ligera. Lo sucedido con el Eln demostró la necesidad de establecer protocolos que conjuren posibles derivas en las negociaciones. Cada nuevo paso tendría que ser calibrado con la suficiente ponderación para evitar, por ejemplo, que las Fuerzas Armadas omitan su misión constitucional de proteger a la ciudadanía. Si se debilita su ejercicio de autoridad se corre el riesgo de enviar un peligroso mensaje a la tropa que podría fracturar su cohesión o su moral. Sería ingenuo creer que una bandera tan ambiciosa como esta no tendrá grietas ni desafíos, pero las controversias jurídicas o desaciertos de sus personajes principales no deberían ser los aspectos centrales para ponerla en evidencia.