No hay crimen perfecto, afortunadamente. En poco más de 8 meses, la operación Guaraní, como se le conoce en su país al doloroso caso del asesinato del fiscal antimafia, Marcelo Pecci, está a punto de ser redondeada. Queda por alcanzar, eso sí, al eslabón final de esta confabulación criminal de carácter transnacional. Sin duda, el más importante de todos los que, de distintas maneras, participaron en ella: el que sería su autor intelectual. Todo apunta, a partir de los señalamientos de los propios involucrados, que se trata de un reconocido capo del narcotráfico de Paraguay, Miguel Insfrán Galeano, alias Tío Rico, quien para más señas estaría escondido en algún lugar recóndito de La Guajira, en la frontera con Venezuela. El tiempo apremia.

Como un castillo de naipes, uno a uno los responsables del asesinato, cometido el 10 de mayo de 2022 en una playa paradisíaca de Barú, han caído en manos de la justicia. Era de esperarse que así fuera. La conmoción sin precedentes que provocó el hecho en Colombia y en Paraguay lo ameritaba. No solo por el perfil de la víctima, sino también por las inverosímiles circunstancias en las que se perpetró el atroz crimen. Marcelo Pecci, de 45 años, era el fiscal más relevante de su país, un hombre íntegro que hacía parte de una red global de funcionarios de justicia especializada en la lucha contra el narcotráfico, el lavado de activos, el contrabando y el terrorismo radical. Pero, además, era el esposo de Claudia Aguilera, con la que se había casado días antes en Asunción y quien le había contado durante su viaje de luna de miel en Cartagena, documentado en sus redes sociales, que serían padres en pocos meses. En uno de los momentos más felices de su vida, Pecci fue asesinado: una tragedia nacional y familiar, por donde se mire.

Como se contempló desde el principio, este miserable crimen, minuciosamente planeado y ejecutado como un complot de alcance internacional, obedeció a una venganza de estructuras del narcotráfico contra las decisiones del fiscal antimafia. Así lo confirmaron dos piezas claves del rompecabezas armado por los investigadores. Andrés Felipe y Ramón Emilio Pérez Hoyos aceptaron ser parte del entramado criminal que mató a Pecci e incluso pidieron perdón. Estos hermanos vinculados a organizaciones ilegales en Colombia se ofrecieron a pagar 1.500 millones de pesos para fi nanciar el homicidio. Buena parte de ese monto se lo entregaron al articulador del crimen y testigo clave del caso, Luis Correa Galeano, también detenido, encargado de contratar a los cinco autores materiales, condenados casi todos a más de 20 años de prisión.

Lamentablemente, el infame propósito de los responsables del asesinato de Marcelo Pecci se cumplió a cabalidad. Se quitó de en medio al fiscal valiente que ponía a criminales y narcotrafi cantes contra las cuerdas, dentro y fuera de su país. Este execrable hecho que confi rma la falta de escrúpulos de las poderosas mafi as transnacionales, lo cual no es ninguna novedad, también ratifi ca la solidez de instituciones como las policías y fiscalías de ambas naciones que han sido capaces de trabajar de manera conjunta para enviar categóricos mensajes de fi rmeza y unidad en la siempre agotadora lucha contra la impunidad, la corrupción, las complicidades o connivencias que perviven entre los poderes públicos y la ilegalidad, tratando de obstaculizar a toda costa la erradicación de las violencias que devastan a los ciudadanos. Aún queda una última misión para cerrar este emblemático caso, que deja importantes lecciones sobre el combate contra la criminalidad. Es imprescindible llegar hasta el final para impartir justicia, como solía hacerlo el propio Pecci, el fiscal a carta cabal que no conoció a su pequeño hijo nacido en octubre pasado.