El derecho a la intimidad personal y familiar, así como al buen nombre, están protegidos constitucionalmente en Colombia. Quien los vulnera, así sea en un arranque de ira e intenso dolor, debe asumir sus consecuencias, entre ellas las penales, si es que las autoridades – limitadas en estos asuntos por los vacíos en el ordenamiento jurídico determinan la comisión de un delito. Aunque no habría que profundizar mucho en las honduras de esta aberrante conducta, bastante habitual por cierto para concluir que cuando se revelan imágenes de contenido sexual de una persona sin su consentimiento estamos frente a un acto de pornovenganza, con consecuencias devastadoras para la víctima. En especial, cuando son menores que no cuentan con recursos emocionales para hacer frente a la humillación por las despiadadas burlas y ataques que suelen recibir. En últimas, eso es lo que busca quien los expone a tal vileza. Nadie debería, por tanto, facilitárselo, visualizando o reproduciendo este material de carácter privado.

A algunos nos cuesta aún entender por qué hay personas que asumen que es correcto e incluso, legítimo irrespetar a los demás o pisotear sus libertades individuales, mientras recorren un camino erróneo guiado por las emociones, en vez de las razones, que las conduce a un abismo. Aún es más lamentable que otras les hagan el juego. Ante la debilidad de la conciencia social sobre el inmenso daño que la pornovenganza, el acoso sexual cibernético y demás violencias digitales de género traen consigo, siempre es útil encontrar orientaciones claras para avanzar con firmeza sobre un terreno tan farragoso. En una esclarecedora sentencia, con ponencia del magistrado Jorge Enrique Ibáñez, la Corte Constitucional advierte que el enojo o la rabia no pueden ser excusas para publicar imágenes íntimas de un tercero. Sencillo, pero contundente.

Eso fue lo que hizo una mujer al hallar en el celular de su pareja fotografías en ropa interior de otra persona. Primero, se las reenvío a su propio teléfono móvil, apropiándose indebidamente de ellas, y desde ahí, las subió a redes sociales. No contenta con eso, fue al sitio de trabajo de esta mujer y se las mostró a quienes allí se encontraban. Como era de esperarse, sus acciones causaron un efecto catastrófi co en la vida familiar, laboral y emocional de quien, en ningún momento, autorizó su divulgación. Al margen de lo que pueda ser comprensible en términos emotivos o humanos, la Corte es enfática al señalar que esto no autoriza a nadie a utilizar, publicar o exponer imágenes o datos sensibles de tal naturaleza. La razón se cae por su propio peso: se vulneran derechos fundamentales a la intimidad, de modo que remitió el expediente a la Fiscalía. La impunidad no puede seguir siendo la norma en estos casos, en los que las afectadas, no solo por vergüenza, también por falta de protocolos efi caces, información adecuada o para evitar revictimizaciones, desisten de denunciar a sus agresores, debiendo cargar ellas solas con las descomunales secuelas que estos abusos les producen.

Antes de este pronunciamiento, la Corte ya le había pedido al Congreso legislar sobre violencia digital de género, una realidad de la que poco se habla en Colombia porque ni siquiera se sabe cómo nombrarla sin que se caiga en el morbo alrededor de imágenes o videos íntimos. Pero no se equivoquen, esto no se trata de restringir la libertad sexual ni los contenidos eróticos o pornográficos compartidos o consumidos entre adultos de manera voluntaria, sino de material privado divulgado sin consentimiento de una de las partes o de sextorsión. Actualmente una iniciativa legislativa busca subsanar la ausencia de normas que ha acrecentado repudiables prácticas como la pornovenganza. Sería deseable que, además, de crear un nuevo delito para penalizarla, también procure poner en cintura a los servicios de mensajería o plataformas digitales, en las que se censura el pezón de una madre amantando a su bebé, pero se permite circular una agresión sexual. La doble moral de un sistema perverso que no nos protege.