La creíble denuncia de violación formulada por una joven contra el futbolista Dani Alves ha desatado una monumental conmoción social que no cesa. Detrás de la indignación por un hecho absolutamente escabroso, en el que el agresor como un voraz depredador – así lo constatan las pruebas– acorraló y sometió en el baño de una discoteca de Barcelona, en España, a su indefensa presa durante 15 minutos, aparecen circunstancias que retratan el absurdo e irracional machismo en torno a estos casos.
Lo primero, la inaceptable solidaridad de género que, usualmente cuando se revelan infamias sexistas como esta, apunta a deshumanizar a las mujeres que de manera valerosa se atreven a dejar en evidencia el acoso o el abuso cometido por el macho alfa. Aún más, si son millonarios, influyentes o reconocidos. Alves encaja a la perfección.
También en este episodio, como en muchos otros que son parte de la historia del #MeToo, se manifiesta un patrón de comportamiento común en hombres que acostumbrados a la fama, al dinero o al prestigio mantienen relaciones de abuso de poder sobre las mujeres que los rodean, a las que sin el menor pudor terminan por agredir o violentar sexualmente, convencidos de que su halo de supremacía les concederá impunidad. Tanto es su desprecio hacia quienes estiman inferiores que las ven como trofeos o premios, cuando no artículos de su propiedad, que pueden tener cuando y como quieran.
Pese a sus bien construidas fachadas de gente buena o de mejor familia, el lado más oscuro de su condición humana aflora cuando reciben un no como respuesta.
Cuestionada en extremo por hordas de caníbales abanderados del señalado agresor de clase alta al que quieren redimir a tenor de su fortuna y fama, la joven golpeada, obligada a hacerle una felación y finalmente penetrada por Alves no quiere su dinero. Ha renunciado a la indemnización a la que tendría legítimo derecho, si se comprueba la culpabilidad de su victimario, para evitar que se siga tejiendo un manto de dudas o falacias sobre su exigencia de justicia e incluso su dignidad, doblemente destrozada por cuenta de esta monstruosidad. El mundo al revés.
Dudar de las víctimas de violencia sexual nos arrincona al abismo del absoluto fracaso como sociedad. ¿Por qué nos resistimos a verlas? Ahí están ante los ojos de todos. Son las capas de opresión que definen la omnipresente cultura de la violación tan arraigada en creencias, poder y control patriarcal.
El caso Alves es la comidilla hoy en España. No podría ser de otra manera cuando un hecho tan brutal desmonta el engaño de las apariencias. Tragamos entero. También en Colombia, donde las mujeres víctimas de violencia sexual callan para siempre o tardan años en contar sus dolorosas historias para no ser estigmatizadas, cuestionadas o, simplemente, desmentidas. Viven con miedo sin saber si sus denuncias, por la jerarquía de sus agresores, serán escuchadas o tendrán algún efecto social o judicial. Ilógico porque nadie debe estar por encima de la ley.
Casos recientes como el del profesor Víctor De Currea Lugo, quien desistió de un cargo diplomático tras ser denunciado por exalumnas, el del director del Departamento Administrativo de la Presidencia (Dapre), Mauricio Lizcano, señalado de acoso sexual por una mujer a la que habría intentado besar en su oficina cuando era senador en 2016 –acusación que él niega– o la supuesta red de trata de personas en el Congreso delatada por el exsenador Gustavo Bolívar abren un frente oculto en los escenarios de poder en Colombia.
Es un imperativo moral llegar a la verdad dando plenas garantías a los involucrados. No se trata de una cacería de brujas, sino de visibilizar a quienes se atreven a denunciar, en especial a hombres poderosos, para que otros pierdan el miedo a hacerlo. Normalizar estos comportamientos solo justifica más violencia sexual. Basta de hipocresía o de doble moral. Callar nos convierte en cómplices o en potenciales víctimas.