Por decreto, como si el sentido de pertenencia o amor a la patria se arrebataran de un plumazo, los sátrapas que gobiernan Nicaragua despojaron de su legítima nacionalidad a más de 300 personas, entre ellas a los escritores Sergio Ramírez y Gioconda Belli. Arrancarles su memoria, recuerdos, lengua, escritura o lucha por la libertad, como señaló Ramírez, constituye el más reciente acto de infamia de un régimen totalitario que se vanagloria en demostrar su absoluto desprecio por los derechos humanos de su propia gente. Retahíla de vejámenes generalizados y sistemáticos derivada de su obsesión con quienes osan cuestionar o criticar el talante dictatorial de su abusiva gestión, erráticas decisiones o absurdas políticas ideologizadas. Suma de despropósitos amparada en un falso progresismo que convirtió a ese país en un vergonzoso remedo de democracia, lo cual exige un aislamiento decidido de la comunidad internacional.

Pese a la gravedad de la resolución adoptada por la esperpéntica pareja en el poder, integrada por Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo, son escasas las voces de rechazo o condena de líderes y gobernantes de la izquierda en América Latina. Apenas el presidente de Chile, Gabriel Boric, expresó solidaridad con los represaliados. ¿Dónde están los demás o acaso su defensa de los derechos humanos es selectiva dependiendo de quién los viole? Doble rasero hipócrita basado en intereses particulares que le hace un flaco favor a la salvaguarda del sistema democrático compartido. Por encima de alianzas, coincidencias ideológicas o costo político, los ataques contra los derechos individuales y colectivos, los actos de represión cultural y la persecución política o religiosa, ejercidos directamente por los poderes del Estado como ocurre en Nicaragua, no pueden ser tolerados bajo ninguna circunstancia.

Tampoco los atentados contra la autonomía universitaria, la libertad de expresión y de prensa o la labor de ONG civiles, a las que sin argumentos se les canceló su personería jurídica. Tras cada nueva arbitrariedad que supera con creces la anterior, la autoritaria dupla Ortega-Murillo alarga aún más su nefasta historia de represión, violencia, corrupción y saqueo del Estado, solo comparable con la ignominiosa dictadura de la familia Somoza. Con razón, el escritor Ramírez habla de Nicaragua como una “herida muy profunda”. Cabe preguntarse, entonces, ¿a quién le duele lo suficiente esa llaga abierta en el corazón de América Latina para tratar de impedir que siga agrandándose? Difícil encontrar dolientes, aunque sea una situación tan crítica como esta.

Centenares de exjefes de Estado y de Gobierno, intelectuales, políticos, artistas y periodistas, tras la excarcelación y destierro de más de 220 presos políticos a Estados Unidos luego de haber sido despojados de sus derechos civiles de forma perpetua, han vuelto a reclamar a la ONU, OEA y CIDH que actúe. Pero, el margen de maniobra de estos organismos multilaterales es reducido, como ha quedado en evidencia en este u otros casos. Nada cambia, excepto para empeorar. Nicaragua se quedó sin figuras de oposición, voces críticas o medios independientes. El orteguismo arrasó con todos ellos. Los acosó, persiguió, encarceló, obligó a exiliarse y ahora, no contento con semejante infamia, elevó su mezquindad a un nuevo nivel despojándolos de su nacionalidad. De todos modos, en las cárceles aún hay presos políticos. Uno de ellos, el valiente obispo Rolando Álvarez, condenado a 26 años por delitos como traición a la patria, que solo caben en la mente calenturienta de los jueces-títeres del régimen. No queda duda de que con sus determinaciones, Ortega ratifica que es un déspota peligroso, enceguecido por el odio y dispuesto a traspasar todas las líneas rojas de lo que es una democracia. Nicaragua dejó de serlo bajo su mandato. Quienes lo respaldan de manera directa, tácita o miran hacia otro lado cuando se trata de confrontarlo, desconociendo lo que hace, no solo son cómplices de sus atropellos, también se burlan de la agonía de un pueblo oprimido que languidece en manos de un tirano.