Saturados de desconcierto e incertidumbre debido a los recurrentes atentados de los armados ilegales contra la pretendida paz total del Gobierno, el proyecto de ley de sometimiento para desmantelar estructuras ilícitas de carácter no político emerge como el nuevo sapo que el país tendrá que tragarse.

Considerando el órdago lanzado por los violentos al Estado en pleno cese bilateral, el asunto resulta preocupante porque se podría estar ad portas de un nuevo fiasco. Si esta iniciativa legislativa conjurara el consabido reciclaje criminal de mafiosos que cada cierto tiempo deciden abrazar la legalidad, nadie dudaría de ella. Pero, hasta ahora, no se conocen hechos concretos ni compromisos reales para asumirlo así.

Por el contrario, la evidencia ha demostrado durante décadas el espurio reencauche de los narcotraficantes en Colombia, a costa de la vida e integridad de las comunidades en territorios, como la Sierra Nevada de Santa Marta, el sur de Córdoba o de Bolívar. Esta es la realidad que se impone tozuda frente a las comprensibles intenciones de quienes aspiran, como no podría ser de otra manera, a la entrega o al desmantelamiento de los jefes e integrantes de las bacrim, herederas del paramilitarismo. Son lecciones que no se deberían pasar por alto.

¿Razones para desconfiar? Todas. En tiempos de una producción y tráfico de narcóticos récord, con extorsiones y otras economías ilegales en plena expansión, si el proyecto no se esfuerza en ofrecer incentivos lo suficientemente atractivos es ingenuo creer que organizaciones de crimen organizado como el Clan del Golfo, los Pachenca, los Costeños o los Rastrojos Costeños renunciarán a sus rentables economías ilícitas así como así.

De buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Indudablemente, la búsqueda de la paz debe ser un imperativo irrenunciable del Estado. De hecho, esta fue una de las razones por la que los electores se decantaron por el ‘Gobierno del Cambio’. Sin embargo, los colombianos no tendrían por qué conformarse con el mal menor de una iniciativa sin garantías reales de eficacia.

No está de más preguntarse, ahora que los abogados de estas organizaciones criminales han dicho que esto no es lo que esperaban, porque aparentemente no fue lo que les ofrecieron cuando los buscaron en las cárceles, si a futuro sus jefes, los grandes capos de este país, entregarán verdad, aceptarán responsabilidad penal por los delitos cometidos y repararán a las víctimas, como señala el proyecto. ¿Pagarán cárcel efectiva de 6 a 8 años y otros 4 más de pena restaurativa y se desharán de sus inmensas fortunas mal habidas, conservando un 6 % de ellas, según el articulado conocido? Parece una ganga, ya que no fija topes en este espinoso asunto ni menciona una coma sobre extradición, a la espera de que el Gobierno así lo defina.

Han sido tantos los embuchados orquestados en los últimos años por los narcos que usan el legítimo reclamo de la paz para colarse, lavar sus activos y persistir en sus andanzas ilícitas que se hace indispensable exigir filtros para impedir que vagabunderías de juristas alineados con el supuesto ‘pacto de La Picota’ hagan carrera en la paz total.

Todo acuerdo suma más que resta. Parece obvio, pero no a cualquier precio. De modo que conviene ser realista para no dejarse seducir por los cantos de sirena de quienes, por voluntad propia, olvidaron qué es la integridad. Hasta donde sabemos, les gusta ganar tiempo para fortalecer sus dinámicas criminales.

Sea como sea, la pelota está en manos del Gobierno. Sacar a 20 mil personas de la ilegalidad, entre estructuras de base y redes de apoyo, para integrarlos a la vida civil es una aspiración ambiciosa que demandará mucho más que arquitectura institucional. Sobre todo, voluntad clara, manifiesta y contrastable de los directamente implicados para que el camino no se tuerza sobre la marcha.