Sí, pero no. Por supuesto que la guerra en Ucrania que completa hoy su primer año nos encuentra bastante lejos. Sin embargo, sus distintas dimensiones no nos deberían resultar indiferentes. Lo primero, y sin duda más importante, es su descomunal devastación humanitaria. Doce meses después de la invasión de Rusia a su vecino, ordenada por el autócrata Vladimir Putin, quien se resiste a la desintegración de la Unión Soviética ocurrida en 1991, estimaciones conservadoras de entidades independientes hablan de al menos 310 mil muertos. De ellos, 180 mil serían militares rusos, otros 120 mil ucranianos y el resto, civiles que casi en su totalidad fallecieron como consecuencia de los incesantes bombardeos del agresor. Como si fuera poco, 8 millones de ucranianos abandonaron su país y 6,5 millones más se convirtieron en desplazados internos. El horror de este conflicto se exterioriza aun de manera más descarnada en el detalle de las más de 71 mil denuncias por presuntos crímenes de guerra cometidos por tropas rusas a las que también se les acusa de secuestrar a 16 mil niños ucranianos para enviarlos a su país.

Aunque no en la misma proporción, el ejército ucraniano también ha sido señalado de atrocidades contra prisioneros rusos. Es de esperarse. Estamos ante las aterradoras consecuencias de una catástrofe humanitaria de alcance apocalíptico que lamentablemente no tiene indicios de terminar. Al menos no en el corto plazo. Así pues, en medio de la lógica o mejor ilógica militar de una brutal guerra convencional como esta, parece inminente una escalada mucho más terrible con complicaciones o agravamientos aún peores, luego de un estancamiento como el que se registra desde hace meses. ¿Hacia dónde conduce toda esta amenaza bélica? Difícil pronosticarlo. Con un PIB hecho añicos, el aparato productivo parado, territorios arrasados e infraestructuras energéticas destruidas, Ucrania aguanta por los miles de millones de dólares que ha recibido en ayuda militar de sus aliados. Pero también lo hace Rusia que aunque ha demostrado incontables debilidades, sobre todo en el campo de batalla, mantiene su economía a flote, pese a las durísimas sanciones de la comunidad internacional.

Esta es la segunda dimensión de un conflicto que por su conmoción global desequilibró a países europeos y a Estados Unidos. Actores estratégicos alineados incondicionalmente con Ucrania, como lo atestiguó el presidente Joe Biden con su simbólica presencia en Kiev. Sin desconocer la relevante figura de Volodímir Zelensky, el carismático mandatario ucraniano, los discursos previos al aniversario, por el talante de sus protagonistas, reeditaron no solo dos visiones opuestas de la guerra, también una enemistad histórica. Por un lado, Putin, quien elevó su confrontación bilateral con Ucrania a una que enfrenta a Rusia con todo Occidente. Por otro, el propio Biden, quien redefinió esta conflagración como un enfrentamiento entre la democracia, que él y sus socios representan, contra la autocracia encarnada por el gobernante ruso, responsable de vulnerar la soberanía ucraniana y los derechos humanos de sus habitantes.

Ahora que la crisis ha remontado a un nuevo nivel confrontacional, ninguno de los involucrados parece estar dispuesto a ceder ni a dar su brazo a torcer, a pesar del desmedido coste que la ofensiva ha provocado y, aún más grave, la que podría desencadenar. Putin, aunque reconozca que este es un momento difícil para Moscú, jamás aceptará su fracaso. Vendió al mundo la idea de que con su “operación militar especial” obtendría una victoria relámpago. No fue así. Por el contrario, un año después está entre la espada y la pared, lo cual lo hace mucho más peligroso. Su retiro del tratado START III demuestra la tensión en curso, mientras confirma la dificultad que será pactar un alto el fuego o un armisticio. Sin garantías de futuro, nunca las puede haber en una guerra, todo indica que Putin no cejará en su empeño de expandir las fronteras del imperio ruso que habita en su mente y en el que China parece pedir pista. Es lo que es: un drama aún sin final.