En Colombia, un país donde los funcionarios públicos, tanto mujeres como hombres, se atornillan en sus cargos pese a su incompetencia para desempeñarlos o reiterativos errores justicándose, además, en falsos dilemas éticos o de género, la reciente dimisión de dos jefes de Gobierno en Europa debería considerarse como una cordial invitación a la reflexión.

Algo podríamos aprender sobre la ocasión ideal para dar un paso al costado. Notable, por cierto, que en ambos casos sean mujeres las que con absoluta honestidad reconocen que se quedaron sin fuerzas ni energía para seguir dando todo lo que se les exige, mucho más que a los hombres, ¡claro! Sus valientes determinaciones podrán ser vistas por algunos como un signo de flaqueza. ¡Qué va! Realmente, son demostraciones irrebatibles de cómo ejercer liderazgo responsable.

Jacinta Arden anunció en enero que dejaría de ser primera ministra de Nueva Zelanda. Su declaración causó estupor. Mucho más la razón por la que se iba. Admitió que su depósito estaba “vacío”. Todo un ícono del feminismo que humanizó el poder tiraba la toalla tras admitir su agotamiento. Detrás de su renuncia aparecieron motivos vinculados a su gestión, duramente cuestionada por los ruinosos impactos sanitarios y socioeconómicos de la pandemia, alzas en el costo de vida e inseguridad. Pero también es posible leer entre líneas en su mensaje de despedida las impagables cuentas de cobro que le pasaron sus detractores en sus cinco años de Gobierno.

Hostigada sin piedad por las feroces críticas con evidente sesgo de género, a Arden nunca le perdonaron su innovación, humanidad ni el liderazgo empático no masculinizado con los que afrontó sus crisis más difíciles. Sin más, el frenético ritmo de una política envenenada por la polarización devoró a la mujer más joven de la historia en llegar a la cúspide política de su país.

Rompió un techo de cristal, sin duda, pero se estrelló finalmente contra quienes siguen negándoles a las mujeres la posibilidad de ejercer la política en igualdad de condiciones que los hombres. O lo que es lo mismo, sin violencia, acosos ni sometidas a escrutinios más severos que el de ellos. Ciertamente, la política está hecha para expulsar a las mujeres de sus estructuras. No solo por las presiones que genera, sino por lo incompatible que es para su ciclo vital.

La mecánica del poder también le pasó por encima a la primera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon. Con argumentos similares a los de Arden, la dirigente con 8 años al frente del Gobierno se marcha por “sentido del deber”, al no ser capaz de trabajar con el nivel de exigencia demandado. Su salida se asocia a pérdidas de popularidad, críticas internas y al desgaste de su principal bandera: el independentismo. Todo suma, desde luego, pero Sturgeon, considerada todavía la líder más reconocida e influyente de su país, no seguirá dando la pelea al reconocerse exhausta. Sin más baterías para el recambio, se retira a sus cuarteles de invierno.

Decisiones difíciles, pero necesarias porque confirman que lo más importante es la salud mental y el autocuidado. Lección válida, para personajes públicos o no, que no siempre es bien asimilada, primero por lo inusual y luego porque se asocia a debilidad, lo cual es una grave equivocación. Ellas se van casa, incluso fortalecidas por decisiones que en ningún caso se podrían catalogar de derrota o fracaso. Pocos conocen el valor que se debe tener para tomarlas.

Nadie es imprescindible, tampoco incombustible, pero sin mujeres en la política el equilibro o la estabilidad de una sociedad democrática se erosionará sin remedio. Habría que hacer mucho más para retenerlas o favorecer la llegada de nuevas figuras. ¿Hasta cuándo esto será una asignatura pendiente?

A las que exhaustas dicen adiós, tras haber enfrentado los molinos de viento de la mezquindad política, reconocimiento. Supieron llegar a lo más alto de las responsabilidades políticas en sus países e irse en el momento adecuado sin dejar de inspirar.