Cuando la salud física y mental de los menores de edad corre riesgo, la sociedad entera debe movilizarse para evitar que se configuren situaciones extremas difíciles de revertir.

La peligrosa moda de usar vapeadores se expande con rapidez en centros académicos del Atlántico, tanto públicos como privados, al punto de que empieza a dejar huella en el bienestar de sus estudiantes, como revelan a EL HERALDO rectores de instituciones distritales.

Las primeras alarmas se conocieron el año pasado tras el retorno definitivo de los alumnos a las clases presenciales, luego de las prolongadas ausencias impuestas por la pandemia, de manera inevitable. Desde entonces, el problema adquirió dimensiones alarmantes.

Pese a estrategias iniciales que combinaron campañas pedagógicas, jornadas de sensibilización preventiva e incluso, sanciones entre jóvenes de los últimos grados de bachillerato, señalados en casos identificables de introducir estos dispositivos en sus colegios, frenar su uso no ha sido posible.

Por el contrario, este no solo ha aumentado entre el segmento etario comprendido entre los 16 a 19 años, sino que ahora son adolescentes de apenas 12 o 13, los que se han volcado a experimentar con estos artefactos que guardan en sus morrales, al lado de sus libros. Eso sí, desarmados para no levantar sospechas entre sus padres o profesores. Como si fuera un juego, los ensamblan durante sus jornadas escolares escondidos en baños o en rincones distantes de las sedes educativas para vapear de uno en uno, lo más parecido a un indicador de éxito social. En ello radica todo.

Quienes jamás han fumado, como los estudiantes que cursan sexto o séptimo grado, resultan atraídos por un hábito indiscutiblemente perjudicial para su salud, después de ser testigos de cómo el consumo de los vapeadores se encuentra normalizado en su entorno más o menos cercano. Casi que es considerado un símbolo de estatus o prestigio entre quienes buscan ser aceptados o integrados en un grupo, lo que convierte a los jóvenes en un blanco fácil.

Como padres, familia, escuela o, simplemente, adultos responsables no nos equivoquemos frente a los mensajes que enviamos sobre la falsa inocuidad de estos productos. Si bien es cierto que no producen humo, sino vapor, a diferencia del cigarrillo, conviene no desestimar que ambos contienen nicotina, además de otras sustancias tan nocivas como adictivas.

No es gratuito que en el departamento, en el resto de Colombia o a nivel internacional, asociaciones contra el cáncer, neumólogos, así como especialistas en salud pública coincidan en advertir sobre sus muchos daños potenciales: desde asma y bronquitis hasta irritación en las vías respiratorias e inflamaciones en los pulmones, pasando por mayores riesgos de padecer enfermedad coronaria, cerebrovasculares y aneurismas, tanto en el corto como en el largo plazo. No es lo único.

En el caso de los estudiantes, el consumo también afecta su parte neurológica, la cognitiva, su rendimiento académico, mientras deteriora la productividad de los ambientes de aula.

Es incuestionable el arrasador éxito de los vapeadores entre los más jóvenes. De repente, están en todas partes. Los ofrecen a través de impactantes campañas publicitarias en canales digitales como un producto cotidiano o cercano, de fácil acceso y a un costo reducido.

Complicado resistirse si cada vez son más quienes se suben en este tren que, sin embargo, amenaza con descarrilar para muchos de ellos. No faltan los que justifican su uso, señalando que supone una transición para dejar de fumar. Se engañan. Nada distinto a saltar de un hábito a otro.

Entre los adultos, cada quien decide cómo llevar su vida o acortarla. Pero, en el caso de los menores de edad es otro cantar. Si no se superan los vacíos jurídicos, actualiza la regulación sobre el uso y comercialización de estos dispositivos y, en especial, prohíbe su venta a niños y adolescentes, no será posible encarar este desafío ni garantizar protección al derecho a la salud de los vapeadores pasivos.

En estos tiempos de experimentación permanente, que no se olvide que la curiosidad mató al gato. Aunque también es un asunto de valores, a los que desterramos de nuestras vidas con frecuencia.