Estar exhausto de la vida misma, pero aun así tener que seguir adelante sin posibilidades de descansar es la nueva descripción, revaluada tras la pandemia, del síndrome conocido como ‘burnout’. Más allá del agotamiento físico, psicológico o emocional que pueden experimentar tanto hombres como mujeres, son ellas las que por sus cargas tan desiguales afrontan un mayor desgaste físico de carácter continuo y estrés crónico, tanto en el contexto laboral y en su rol de esposas, madres, hermanas o cuidadoras en el interior de sus hogares. Este trastorno, porque así lo considera la Organización Mundial de la Salud (OMS) que lo ha incluido en su Clasificación Internacional de Enfermedades, se asocia con preocupantes cuadros de depresión y ansiedad, así como con sensaciones de cansancio extremo, despersonalización de las tareas, bajo rendimiento y hasta sentimientos negativos o cínicos con respecto al trabajo o labores cotidianas.
Tanto es su irremediable hartazgo o creciente distancia mental hacia lo que las rodea que no les es posible borrar, ni ocultar bajo la alfombra, mucho menos disimular la angustia que las consume en silencio. Lo más paradójico de esta patología es que, pese a ser las principales víctimas de descomunales sobrecargas en los ámbitos laboral y doméstico –resultado de tantas inaceptables e históricas, pero sobre todo lacerantes brechas de género–, las afectadas sufren ataques de culpa por sentirse cansadas, irritables, agobiadas o simplemente tristes. A pesar de que se esfuerzan por mostrarse fuertes e imbatibles llegan a un punto, absolutamente inevitable en su estado, en el que ni siquiera logran ser capaces de controlar sus emociones. Tampoco se animan a dar un necesario paso al costado que les ayude a aliviar o encontrar consuelo a sus presiones convertidas en permanentes congojas. Un sinvivir que se estrella contra la indolencia de un entorno que le exige demasiado a las mujeres, sin generar espacios para equilibrar sus cargas.
No debe resultar sencillo admitir que se ha alcanzado un límite que las deja expuestas a una vulnerabilidad desconocida para todo lo que las rodea, incluso para ellas mismas. Las superhéroes solo existen en los cómics. La vida real es otra cosa. Las mujeres lo tenemos clarísimo. Sin equidad, respeto o apoyo, la salud física y, en especial, la mental seguirá colapsando. Lo sucedido en la pandemia, de cuya irrupción en Colombia se conmemoran ahora tres años, lo demostró con creces. Hablar de la distribución desproporcionada de responsabilidades y obligaciones que asumen las mujeres en sus trabajos u hogares, donde realizan labores domésticas o de cuidado no remunerado es lo justo. Qué mejor día para hacerlo que en una jornada como la de hoy.
Su dedicación exclusiva a estas actividades les resta la posibilidad de disfrutar de tiempo libre o de ejercer otros derechos. Muchas veces lo hacen, no por decisión propia, sino en respuesta a las demandas de una sociedad perversamente incoherente que desprecia la igualdad entre hombres y mujeres, mientras las sobrecarga sin piedad y demanda eficiencia y celeridad. Ninguna existencia merece ser conducida como si fuera una montaña rusa en la que el desgaste físico o emocional sea el precio a pagar por criar a los hijos, preservar la unidad familiar o mantener un empleo. Si no se abordan a tiempo las causas estructurales de este agotamiento, doblemente estigmatizante en el caso de las mujeres, sus secuelas pueden durar el resto de la vida. Este no es un juego de resistencia ni tenemos nada que demostrar. Si bien es cierto que la mujer es la columna vertebral del hogar, también es imprescindible una mayor participación del hombre en el trabajo doméstico y una conciliación efectiva entre su vida laboral y familiar. Que no nos cueste entender que el síndrome del ‘burnout’ es, ciertamente, un peligroso riesgo que debe prevenirse. Esto también es igualdad de género, un acto de justicia social que nos compromete a todos.