Cansado, pero en ningún caso vencido en su propósito de reformar todo lo que sea posible la Iglesia católica, para hacerla más cercana, transparente y efectiva, el papa Francisco conmemora este lunes la primera década de su pontificado. El llegado desde “el fin del mundo”, como él mismo se definió ese 13 de marzo de 2013 en el balcón de la basílica de San Pedro, no solo ha pasado a la historia por haber sido el primer pontífice latinoamericano, lo cual resulta bastante meritorio teniendo en cuenta el centralismo vaticano. También lo ha hecho por su lógica aplastante de querer romper con los arcaicos o vetustos esquemas que han distanciado a la Iglesia de un sector importante de su feligresía, que demanda con razonables argumentos que esta logre acompasarse con los actuales y, sobre todo, desafiantes tiempos, en los que se requiere mantener una imprescindible conexión con los representantes de Dios en la Tierra.
La apuesta de Francisco por una Iglesia verdaderamente inclusiva, en la que tengan cabida los colectivos LGBTIQ+, los divorciados, los vueltos a casar y los descartados, como él llama a los migrantes, pobres o extremadamente vulnerables, le ha granjeado la animadversión de los sectores católicos más ortodoxos que le han declarado abiertamente la guerra. De hecho, tras la muerte del papa emérito Benedicto XVI el pasado 31 de diciembre, los ataques ideológicos contra Bergoglio no han hecho otra cosa que incrementarse, al punto de que sus opositores más recalcitrantes, entre ellos algunos cardenales, califican su papado de “catástrofe” o ponen en duda la doctrina de la infalibilidad papal, indicando cosas como que “Francisco no tiene el número telefónico del Espíritu Santo ni la autoridad para cambiar la enseñanza de la Iglesia”.
Aunque siendo pragmáticos, por mucho que se ha esforzado el pastor con piel de oveja en acabar con la corrupción en el interior de la Santa Sede, poner fin a los espantosos abusos sexuales contra menores de edad por parte del Clero o lograr la plena incorporación de la mujer en el Gobierno de la Iglesia, la tarea está aún inconclusa. El clima de intrigas, resistencias o reparos alentado por sus opositores, dentro y fuera del Vaticano, ha dificultado avanzar hacia esa “Iglesia pobre para los pobres”, como la imaginó el recién elegido Francisco. A sus 86 años, el argentino, que por momentos parece haber acariciado la idea de dimitir presionado por los achaques de salud propios de su edad, sabe que el tiempo apremia para apuntalar su legado progresista.
En este sentido, el pontífice ha enviado una significativa señal de renovación tras conseguir elevar la representación de las llamadas periferias del mundo en el colegio cardenalicio. De los 123 electores, 83 han sido nombrados por él. Buena parte proceden de América, África, Asia y Oceanía. Son ellos los que escogerán a su sucesor en un próximo cónclave y, además, deberán poner en marcha la reforma de la administración vaticana y sus ministerios, que tomó 9 años construir. Este paso no asegurará una sucesión a la carta, pero sí equilibraría, cabría esperarlo así, la escogencia de un papa abierto y comprensivo que pueda seguir posicionándose con honestidad y franqueza sobre temas incómodos, pero imprescindibles alrededor de la pobreza, la migración, la emergencia climática, las crisis humanitarias o los peores conflictos de la humanidad. En vez de guardar desconcertantes silencios que, en últimas, resultan atronadoramente cómplices o cínicos con la realidad que padecen millones en el planeta.
Sin perder la firmeza, Francisco ha intentado ponerle el cascabel al gato, mostrándose fraterno, dialogante, humilde y auténtico. Por su discurso transformador que ha agitado la conciencia de una iglesia a la que aún le cuesta salir en la búsqueda de las periferias existenciales, ha sido etiquetado de izquierdoso. Cuánta hipocresía, descaro y mezquindad alberga el corazón de quienes, para no perder su statu quo, se oponen a que se hable con la verdad o procure la justicia. O es que ¿están libres de pecado para tirar la primera piedra en vez de asumir, como precisó el propio pontífice, que no se es nadie para juzgar a una persona por ser gay? Queda mucho camino por recorrer hasta que la iglesia militante tire hacia el mismo lado. Mientras, los determinantes mensajes de Francisco, casi todos sustentados más en doctrina social que en dogmas de fe, no sean escuchados, la música de la Iglesia seguirá sonando desafinada y gustará cada vez menos.