Indigna ver a guerrilleros del ELN obligando a niñas y niños del corregimiento de Versalles, en Tibú, Norte de Santander, a posar con ellos como si estuvieran compartiendo una tarde de amigos en el parque del pueblo. Desconocen u olvidan –no se sabe qué es peor– los integrantes del frente Juan Fernando Porras Martínez, bastante jóvenes por cierto, que los menores de edad son sujetos de especial protección y sus derechos prevalecen sobre los de los demás.

Su temeraria conducta, una torpeza política más en medio de la negociación de paz que sostienen los delegados del Comando Central con el Gobierno nacional, constituye una inaceptable transgresión de las garantías fundamentales de los infantes, a quienes en contravía de la extensa normativa vigente involucraron en un conflicto del que deben estar totalmente al margen.

Lo que ocurrió es supremamente grave. No solo provocó la condena del presidente Gustavo Petro, su ministra de Educación, el defensor del Pueblo, la directora general del Bienestar Familiar, de representantes de Naciones Unidas o de la Unicef. También reafirmó cuál es el deber ser ante infamias como esta que se han vuelto paisaje en el país.

Sin discusión, defender el innegociable derecho a la vida de los menores es un asunto primordial. Se equivoca el Eln al usar a menores del Catatumbo para mostrarse cercano en un aparente intento de blanquear su imagen o exculpar reiterativas conductas vulneratorias en un territorio abandonado por el Estado, eso sin duda. Y en el que desde hace años la guerrilla ejerce una dictadura del miedo arremetiendo inmisericordemente contra los civiles, sometiéndolos a un férreo control social.

La foto viralizada en redes sociales, y que muchos quisieron creer que era un montaje, pretende normalizar una situación de pertenencia o vinculación a un grupo armado ilegal que no tiene razón de ser ni justificación. Nadie puede caer en esa argucia. No se trata de buscar el ahogado río arriba. Niñas y niños no tienen lugar en la guerra que se libra en Colombia y así se le debe hacer entender, cada vez que sea posible y por todos los medios disponibles, a las distintas estructuras al margen de la ley con las que el Gobierno apuesta por la construcción sostenible de la paz total.

Valga señalar que el Eln no es el único actor armado que engrosa sus filas mediante el reclutamiento forzado de menores, a los que instrumentalizan para cometer las peores hostilidades. También lo hacen las disidencias de Farc o las llamadas bandas criminales.

Estas prácticas alarmantes, dolorosas y extendidas en Colombia, en especial en regiones distantes en las que los menores de las comunidades étnicas son las principales víctimas de los abusos de los violentos, demandan fortalecer rutas de protección para hacer frente a la lacra del reclutamiento o de la utilización de niñas y niños en la guerra.

Identificar riesgos y vulnerabilidades en zonas donde la institucionalidad es frágil o inexistente, como por ejemplo el Catatumbo, resultará clave a la hora de implementar una adecuada estrategia de prevención en la que hará falta un enfoque estratégico, colaborativo y proactivo de las entidades gubernamentales, la sociedad civil, los núcleos familiares y la participación de los jóvenes.

Lamentablemente, no existe una fórmula que garantice el respeto o resguardo absoluto de una población tan vulnerable y expuesta a riesgos. Mientras persistan las agresiones, no se acuerden alivios humanitarios ni ceses de hostilidades contra las comunidades, niñas y niños seguirán estando en la mira de los actores armados. Excluirlos del conflicto, sin ninguna contraprestación, como es lo correcto, sería un gesto valioso que, a manera de contrapeso ético, podría servir para restablecer la confianza perdida de algunos sectores en la voluntad de paz del ELN o de otros grupos ilegales que con sus pronunciamientos y, sobre todo, acciones, mucho más desafortunados que conducentes a allanar caminos de diálogo, insisten en ejecutar maniobras injustificables que terminan por victimizar a comunidades cada vez más desesperadas.