La salida del director de la Policía, general Henry Sanabria, estaba cantada. Era cuestión de tiempo para que el presidente Gustavo Petro anunciara el llamado a calificar servicios del alto oficial que se equivocó, de cabo a rabo, al anteponer su fanatismo religioso a la estrategia de seguridad y defensa de la institución en los últimos 8 meses.
Sus delirantes opiniones misóginas, homofóbicas y discriminatorias provocaron una profunda fractura en la relación de confianza entre la entidad y colectivos de mujeres, población diversa y defensores del aborto, el matrimonio igualitario o la eutanasia, que expresaron, de todas las formas posibles y de manera constante, su justificado malestar.
Los reclamos por las alucinantes posiciones de Sanabria, cada una más desconcertante que la anterior, se le acumulaban al jefe de Estado que, pese a ello, decidió mantenerlo en el cargo hasta que la situación resultó insostenible por más tiempo.
Si la sensación de perturbación era abrumadora en la opinión pública por cuenta de los atávicos conceptos del general que considera al Halloween “una estrategia satánica para inducir a los niños al ocultismo”, califica al condón como “un método abortivo” y estima que “una persona infiel no es prenda de garantía”, en el interior de la Policía sus proclamas ultrarreligiosas venían originando un cisma denunciado, en reiteradas ocasiones por miembros de la misma institución, que costará enorme esfuerzo, y sobre todo tiempo, subsanar. Porque, por un lado, se rompió la línea de mando que aportaba jerarquía y conocimiento al quehacer cotidiano de las decenas de miles de uniformados comprometidos con su labor. Y, por otro, se perdió el indispensable liderazgo de sus operaciones para garantizar la convivencia y seguridad ciudadana.
El apasionamiento religioso de Sanabria retratado en su defensa de exorcismos o rituales contra “el diablo” en intervenciones policiales para neutralizar a capos del narcotráfico o a jefes de grupos armados ilegales llevaron al Ministerio de Defensa a iniciar una investigación para determinar si sus creencias estaban incidiendo en el manejo del organismo. Aún se esperan los resultados, pero son evidentes los indicios de quiebre institucional por la conducción confesional del oficial designado en su momento por el presidente Petro para poner en marcha su estrategia de seguridad humana. Que dicho sea de paso, no ha producido los resultados esperados, a tenor de los conflictos de diversa índole acrecentados tanto en zonas urbanas como rurales del país.
Esa decisión, vista ahora a la luz de los actuales acontecimientos, termina siendo lo más paradójico de este episodio que fue un desastre. El Gobierno más progresista en la historia de Colombia designó al director de la Policía más retrogrado del que se tenga memoria. Corrige el presidente Petro: Sanabria sale de escena para dar paso al general en retiro William Salamanca, quien hoy ocupa un cargo diplomático en Estados Unidos. Lo avala su experiencia de 37 años en la Policía, donde ocupó distintos cargos, el último de ellos el de inspector general. También su relación cercana con el mandatario, que lo designó en junio pasado como el encargado del empalme con la Policía. Sin duda, debe conocer el modelo de seguridad que está en su cabeza.
La cuestión, sin embargo, no solo es esa, sino cómo recomponer los desgarros que deja el paso de Sanabria con apariencia de tierra arrasada en el interior de la Policía, en sectores de la sociedad y de la comunidad internacional, con los que las relaciones de confianza, respeto y credibilidad se quebrantaron. Estas no se restaurarán únicamente con mensajes cargados de buenas intenciones. En su lugar, Salamanca, que volverá a calzarse las botas luego de dos largos años, deberá generar condiciones que alienten unidad, fortaleza y estabilidad en la Policía para que salga de su trinchera, tras extraviar el rumbo. Retomar control y respeto para frenar la deriva.