Dos ataques contra policías que intentaban apagar picós en el barrio El Bosque, de Barranquilla, y en Villa Estefany, en el municipio de Soledad, en menos de 24 horas, revelaron que en términos de intolerancia social parece que empeoramos.
Lamentablemente, la violencia explícita o simbólica continúa siendo la respuesta ofrecida por los mismos individuos conflictivos de siempre al justo reclamo de respeto que le formula su comunidad de vecinos, exhausta e impotente ante sus recurrentes excesos. Así no hay quien viva. Que los verdugos de la convivencia urbana dinamiten la tranquilidad de su entorno cuando les viene en gana, imponiendo su naturaleza extremista del macho más fuerte, porque tienen un arma de fuego, son los que más beben o los que más escándalo hacen, constituye una situación delicada, en sí misma, que debería ser gestionada por conciliadores a través de mecanismos alternativos de solución de conflictos.
Pero que sus agresiones deriven en gravísimos hechos que ponen en riesgo la vida e integridad de servidores públicos en cumplimiento de su deber y de personas residentes en los sectores donde estos se producen requiere una respuesta rápida y efectiva de la institucionalidad en su conjunto. Porque se trata de delitos que más allá de una indispensable toma de conciencia exigen la intervención del sistema de justicia.
Queda claro que la bala que impactó en el brazo derecho de la subteniente Doris Meza, de 25 años, adscrita a la Estación de Policía El Bosque y al CAI de Villas de San Pablo, no se disparó sola. Tampoco las piedras que le causaron una fractura en la cara al patrullero Giovany Salcedo, de 27 años, perteneciente al Goes de la Metropolitana de Barranquilla, aparecieron de la nada. Ambos terminaron en una clínica, por si no lo saben.
¿Dónde están ahora esos ‘valientes’ que se alzaron pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o, aún peor, mediante el reprochable uso de la violencia que la autoridad les apagara un picó en las madrugadas del pasado domingo y lunes? Faltan respuestas porque el silencio suele encubrir la violencia.
Si bien es cierto que el conflicto es parte de la vida, gestionarlo o resolverlo es la clave para conjurar tragedias. Normalizar agresiones contra policías, vecinos o incluso familiares, en una sociedad que ya está enferma o dejarlas en la más absoluta impunidad, por temor o complicidad, solo profundizará nuestra incapacidad de interiorizar el principio básico de que mis derechos terminan donde comienzan los de los demás. O lo que es lo mismo: la libertad de los otros acaba donde empieza la mía. Puro sentido común. Ni más ni menos.
No es tan difícil de entender, pero insistimos en mirar la realidad con un solo ojo: el propio, descartando de plano la visión del que tenemos al lado. Casi que los deshumanizamos para que sea más sencillo anular sus posiciones, desconocer lo que les afecta o pisotear su dignidad.
Da igual que nos pidan que bajemos el volumen del picó, recojamos las excretas del perro o las basuras que producimos. Quienes desprecian a los demás, porque solo saben reconocerse a sí mismos, y se amparan en una falsa superioridad, tampoco asumen normas. El resto corre por cuenta de una incontenible furia o rencor resultantes de contextos familiares o ambientes hostiles sustentados en violencias. Eso es: requerimos de elementales formas de regulación en hogares, centros de formación académica, espacios laborales y en nuestros propios barrios para que no sigamos fracasando en asuntos fundamentales, tan poco o nada valorados, como la cohesión social, la solidaridad, la empatía o el respeto por la diferencia. Nadie endereza a quien quiere seguir torcido. Pero, por eso existen las normas, pautas en la educación y la presión social.
$50 millones ofrece la Policía Metropolitana por información sobre los atacantes de los uniformados. Determinación correcta. Esta vez fueron ellos las víctimas de quienes se resisten a respetar la convivencia urbana. La próxima vez podría ser cualquiera que se atreva a alzar su voz contra los que no ven como una anomalía grave su irracional conducta. Pues lo es, sin duda. Nadie debería estimarlo distinto, so pena de verse acorralado en su propio hogar por los tiranos de la intolerancia que se vanaglorian de haberle disparado a una mujer. Que se hagan revisar.