Para gustos, colores. Este sábado, una buena parte de nuestro hiperconectado mundo, algunos en vivo y en directo, otros en diferido y, seguramente, casi todos a través de los omnipresentes formatos digitales más que por la televisión, dedicará unos minutos de su tiempo para conocer detalles de la ceremonia de coronación de Carlos III de Inglaterra y de Camila, la reina consorte, en la Abadía de Westminster. Más allá del aprecio o la simpatía que la monarquía británica despierte –la verdad es que las encuestas indican que su popularidad y respaldo social son cada vez más reducidos, en especial entre los más jóvenes–, este es considerado un acontecimiento histórico con presencia de jefes de Estado, miembros de las casas reales e invitados de gobiernos de medio planeta, como la primera dama de Colombia, Verónica Alcocer.

Por si fuera poco, 2.6 millones de turistas atiborran un Londres caótico por las medidas de seguridad y cierres viales durante los tres días en los que se celebrarán los fastuosos actos de ascenso al trono de quien llegó a ser catalogado como el eterno príncipe de Gales. Pues su historia, como la de los cuentos de hadas, parece que tendrá final feliz, al menos para él. A los 74 años, en edad de jubilación, su entronización preparada durante décadas bajo el nombre clave de Operación Orbe Dorado es un hecho. Ocurre ocho meses después del fallecimiento de su madre, la longeva reina Isabel II, a quien sus súbditos evocan aún con infinita devoción, luego de permanecer 70 años y 214 días como su soberana, encarando las duras y las maduras en el nada fácil proceso de encabezar el resurgimiento de Reino Unido tras la devastadora Segunda Guerra Mundial. Indudablemente, fue garantía de estabilidad de su nación dentro y fuera de Europa.

Es innegable que los tiempos o circunstancias propios de ambos reinados son totalmente distintos. A pesar de que Carlos III, desde que fue proclamado rey en septiembre pasado, se ha esforzado por transformar la imagen de aristócrata clasista y antipático que le ha acompañado a lo largo de su vida, su figura circunspecta no seduce multitudes ni despierta entusiasmo. La familia tampoco le es de gran ayuda. Más bien lo contrario. Por razones conocidas de sobra, la monarquía británica afronta horas bajas. Por un lado, el escándalo de su hermano Andrés despojado de sus títulos militares y mecenazgos reales tras ser acusado de agresión sexual contra una adolescente y, por otro, la conflictiva relación de la casa Windsor con los duques de Sussex, Enrique y Meghan, que cada cierto tiempo le recuerdan al mundo lo mal que la pasaron en el Palacio de Buckingham. Por decisión propia, ella será una de las grandes ausentes.

Carlos III ha decidido pasar de Meghan, como también de su primera esposa, la inolvidable Diana de Gales, y de todo aquello que pueda empañar el solemne momento que protagoniza y en el que la monarquía como símbolo de la unidad institucional y del tejido social de Reino Unido y de los catorce reinos de la Commonwealth se pone a prueba. La muerte de Isabel II representó, en efecto, el fin de una era. De él dependerá, entonces, que se inicie otra con renovados aires de modernidad para sintonizar con las nuevas generaciones y en la que hará falta que valide su utilidad y capacidad de servicio en favor de la resolución de desafíos socioeconómicos, territoriales o ambientales, que legitimen su existencia. En un intento de mostrarse austero, contemporáneo e inclusivo rompe tradiciones milenarias, con lo que su ritual de coronación se recordará solemne, pero sencillo, breve, sin ínfulas ni despilfarros. Aun así, los elementos de este esporádico ceremonial le otorgan un halo mágico, como la Piedra del Destino, testigo de las coronaciones reales desde el siglo XIV. Al final, el papel de Carlos III es simbólico, su poder no es real y sus muchos yerros han revelado cuán imperfecto es, como cualquier humano. Su larguísima espera ha terminado y ahora deberá demostrar su valía porque más allá de los derechos hereditarios, el prestigio y todo lo que hizo memorable a su madre no se transfieren por una corona