La extrema vulnerabilidad de las mujeres víctimas de violencia de género en Colombia exige nuevas respuestas del Estado. Pese a ser una realidad tan alarmante y, sobre todo, recurrente estas no terminan de llegar.

Es indiscutible que si no se corrigen las protuberantes fallas o anomalías que arrastra el actual sistema de protección en sus distintos niveles institucionales, nuevos crímenes se sumarán al vergonzoso listado de feminicidios que en los últimos años no ha dejado de crecer, en especial por quienes deciden denunciar a sus agresores reincidentes, piden ayuda, pero ni así logran conjurar sus propios asesinatos.

Erika Aponte, de 26 años, es una de ellas. Su expareja y padre de su hijo, Christian Camilo Rincón, la mató en un centro comercial de Bogotá, en el Día de la Madre.

También ese domingo fatídico fue asesinada Gloria del Carmen Rodríguez, de 43 años, en Santa Marta, tras ser atacada con arma blanca por su compañero sentimental, Julio César Rangel Fonseca, buscado ahora por las autoridades.

Más temprano, Mery Rengifo murió tras ser apuñalada por Efraín Sarmiento, en el interior de la cárcel de máxima seguridad de Cómbita, en Boyacá, donde este individuo purga una condena de más de 30 años por el delito de feminicidio. Incomprensible que esto suceda ante la vista de todos en un centro de reclusión.

Cada uno de estos graves hechos reviste particularidades propias, en todos los casos, insoportables. Aunque en el fondo subyace el mismo denominador común: el pensamiento patriarcal que se manifiesta en las muchas violencias machistas.

Por razones de dependencia económica, emocional u otros motivos que tendrían que ser analizados en profundidad, a las víctimas les cuesta salir de la espiral de maltrato al que las someten sus agresores. Afrontan circunstancias extremas que requieren medidas de protección diferenciales y prioritarias orientadas a resolver sus urgencias vitales, porque lo son.

Pero rara vez ocurre. De modo que dando cumplimiento a los protocolos existentes o respondiendo de manera casi automatizada, como le pasó a Erika, quien había alertado a los organismos correspondientes sobre su gravísima situación de violencia de pareja e intrafamiliar tres días antes de su muerte, la mayoría de las víctimas termina recibiendo un trato uniforme, perdiéndose una oportunidad valiosa y a tiempo para salvaguardar su integridad y la de sus hijos.

No, el sistema no está preparado para identificar y atender la vulnerabilidad de mujeres sometidas a reiterativos y dolorosos episodios de amenazas e intimidaciones durante años.

Denunciar es importante, pero no salva vidas. Ellas lo hacen, la sociedad así se los reclama, pero al final siguen solas. Necesitan soporte y, sobre todo, seguimiento de sus maltratadores por las autoridades para detectar factores de peligrosidad que elevan su riesgo al máximo.

¿Existen planes de seguridad personalizados para mujeres como Erika que decidió no acudir a la casa refugio que le ofrecían, porque debía trabajar para mantener a su hijo? Ella, como muchas otras víctimas de la violencia, no tenía relevo ni opciones distintas a seguir exponiéndose a su agresor que tenía controlados sus movimientos. En un intento de recuperar su tranquilidad solicitó ayuda, venció sus propios miedos, pero la protección que se le garantizó no fue eficaz. Más allá de cualquier consideración de las entidades oficiales que la atendieron, lo único real es que Érika está muerta, como temía.

Evaluar o valorar de manera individual el riesgo de estas mujeres es indispensable para actuar con la prontitud requerida. Entender que necesitan respuestas inmediatas también resulta fundamental para evitar desenlaces fatales. ¿Quienes establecen contacto con las víctimas se encuentran en capacidad de ofrecerles respaldo policial, judicial, sicológico, social, laboral y lo que haga falta? ¿O solo están formados para decirles: “regrese el lunes en horario de oficina”?

La peregrinación de las víctimas por estaciones de policía, comisarías de familia u otros despachos oficiales es una afrenta a la vida, un camino en sentido contrario a la indispensable lucha por erradicar la violencia de género que debe liderar el Estado.

No está de más preguntar, ¿quién encabeza hoy esa labor? Tenemos un Ministerio de la Igualdad en el papel, inexistente, que luce desconectado de esta emergencia nacional: ¿Qué hace para mejorar las rutas de atención, fortalecer la detección y acompañamiento de las mujeres abusadas o maltratadas que no aceptan ayuda de las autoridades porque no confían en ellas, no saben cómo operan los mecanismos de protección o se encuentran en una situación migratoria irregular?

En medio de la indignación y el desconcierto que producen los feminicidios, aún no se sabe con claridad cuál es la estrategia del Estado para prevenirlos. Es más, ni siquiera sabemos cuántos son porque no se contrastan las estadísticas oficiales con las de organizaciones defensoras de los derechos de las víctimas.

Tres feminicidios en un día y aún no conocemos un mea culpa de las autoridades ni un mensaje conjunto en el que anuncien revisiones. Nos movemos en el cinismo, la hipocresía, la inacción o el cálculo político. No se sabe qué es peor. Y las víctimas ahí, consumidas por el miedo, sin saber si serán las próximas.