Inaugurando la controversial figura de “muerte cruzada”, incorporada a la Constitución en 2008, el presidente de Ecuador, Guillermo Lasso anticipó el final de su mandato, luego de decretar la disolución del Congreso.
Este procedimiento, claramente un arma de doble filo, fue la mejor salida dentro de la legalidad, como es el deber ser, que encontró el mandatario tras verse entre la espada y la pared, en medio de un juicio político por tolerar supuesta corrupción que le había iniciado horas antes la Asamblea Nacional dominada por la coalición opositora Unión por la Esperanza (UNES), que encabeza el expresidente Rafael Correa, exiliado actualmente en Bélgica.
Antes de ser destituido, lo que con seguridad habría ocurrido en los próximos días, Lasso apostó por esta salida, convocó elecciones generales anticipadas, que según el Consejo Nacional Electoral podrían ser el 20 de agosto, y confirmó que gobernará por decreto durante un periodo máximo de seis meses. En otras palabras, definió las reglas del juego democrático para conjurar cualquier deriva autoritaria que pusiera en riesgo aún más la frágil estabilidad de su país que soporta una fortísima crisis institucional, económica y de seguridad que ha disparado el malestar social.
No son los caóticos tiempos de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad o Lucio Gutiérrez, pero 20 años después en Ecuador se repite la historia de hartazgo y desesperación que provocó el éxodo de millones de personas hacia otros países en busca de la estabilidad que en el suyo no hallan.
En los últimos años, bastante turbulentos por cierto y, en especial, tras la llegada de Lasso al poder en mayo de 2021 en plena crisis pandémica, la nación ha estado inmersa en una brutal violencia que erosionó su capital político, lo puso contra las cuerdas y lo dejo apenas con oxígeno para maniobrar.
Detrás de las desbordadas cifras de inseguridad o de las masacres de reclusos en las cárceles, aparece el mismo libreto: la guerra a muerte librada por carteles del narcotráfico de México, Colombia y Brasil por control territorial, rutas de distribución y rentas ilícitas. Con 25 homicidios por cada 100 mil habitantes, Ecuador se convirtió en 2022 en uno de los países más violentos de Latinoamérica, casi la misma tasa de Colombia que la triplica en población.
Ninguna de las soluciones a las que acudió Lasso, entre ellas declaratorias de estado de excepción para adoptar medidas extraordinarias, logró revertir la expansiva criminalidad que hundió su popularidad a niveles ínfimos.
Aunque, de lejos, la de seguridad es la más grave, esta no ha sido la única crisis que Lasso ha lidiado. Protestas, movilizaciones populares y paros nacionales como consecuencia del aumento en los precios de combustibles y alimentos, algunos de ellos liderados por las organizaciones indígenas más poderosas del país lo han hecho tambalear. Tensiones que se acumularon a tal punto que en las elecciones locales, regionales y del referéndum constitucional -convocado por él como una forma de validarse- sufrió un rotundo revés.
La lectura interna de su contundente derrota en febrero de este año se interpretó como un voto de castigo al oficialismo. Pero también supuso el punto de salida para el regreso pleno del Correísmo a la escena política de Ecuador, que ahora podría acelerarse.
Como en otros procesos electorales recientes, en Chile por ejemplo, las urnas no solo respaldan propuestas atractivas o novedosas, también se movilizan en rechazo a gobiernos en ejercicio, para expresar desafección o animosidad hacia alguien en particular o hacia su proyecto político, y en respuesta a una polarización extrema.
En este déjà vu, Ecuador escribe un nuevo capítulo de crisis de la democracia que, sin duda, producirá un reacomodamiento de fuerzas, aún difícil de predecir en toda su dimensión. Pero queda claro que el expresidente Correa tendrá un rol protagónico. Sobre él pesa una condena por corrupción y la suspensión de sus derechos políticos, por lo que no le sería posible ser candidato, lo cual no significa que no llegue a gobernar en cuerpo ajeno.