La horrenda ejecución de cuatro menores de la comunidad indígena Murui a manos de integrantes del Frente Carolina Ramírez, del Estado Mayor Central (EMC), se convierte en el más reciente portazo que esta disidencia de las Farc le da a la llamada paz total del Gobierno del Cambio. Cada detalle que se conoce sobre este atroz episodio, desde el reclutamiento forzado e ilegal de los adolescentes en zona rural de Leguizamo, Putumayo, hasta su fusilamiento público en el sector El Estrecho, en Solano, Caquetá, tras su huida, lo que desató una feroz cacería en su contra, confirma de manera inapelable la descomunal vileza e indignidad con la que actúan, además desde siempre, las organizaciones armadas ilegales, sean de extrema izquierda o de extrema derecha en Colombia: ¡Da igual su origen, concepción o motivación ideológica! Basta repasar sus espantosas ejecutorias a lo largo de nuestra inacabable guerra para entender con simpleza supina que son capaces de aniquilar todo lo que tocan.

Por la severidad de lo ocurrido, una masacre de menores indígenas reclutados por la fuerza, situaciones consideradas como graves violaciones del Derecho Internacional Humanitario, hace bien el presidente Gustavo Petro en ordenar la suspensión parcial del cese bilateral que mantenía con la disidencia de ‘Iván Mordiscos’, en Meta, Caquetá, Guaviare y Putumayo, desde el 31 de diciembre de 2022, reactivando operaciones ofensivas en 72 horas. El comunicado que reseña el anuncio oficial no lo pudo expresar mejor: “No hay justificación alguna para esta clase de crímenes”. Tampoco las debieron tener otras vulneraciones contra el DIH, al menos 50 acciones de carácter violento –buena parte de ellas contra civiles-, que -según registro de la Defensoría del Pueblo- perpetró en ese lapso el Estado Mayor Central. Muchas de ellas, también documentadas por otras organizaciones como Indepaz o la Fundación Ideas para la Paz (FIP).

¿Con sus incesantes acciones violentas se burlan los grupos armados ilegales del Gobierno nacional y del anhelo de paz de los colombianos demostrando que no tienen verdadera voluntad de paz? Quien lo pone sobre la mesa en esos términos es Carlos Camargo, el defensor del Pueblo. En esencia, esa es la misma preocupación que comparten millones de ciudadanos, en especial habitantes de regiones martirizadas por el conflicto para los que nada ha cambiado. Pese a ser símbolo de resistencia pacífica, continúan siendo víctimas de eventos de impacto humanitario como desplazamientos forzados y confinamientos. De hecho, el primer trimestre del año sumó el mayor número de casos desde 2016. Tampoco las amenazas o asesinatos de líderes sociales se han aminorado, como se esperaría en un escenario de múltiples diálogos, además del Estado Mayor Central, con el Eln, la Segunda Marquetalia, el Clan del Golfo y las Autodefensas de la Sierra Nevada, que también hacen parte de los acercamientos de la paz total.

Cada nueva arremetida de estas estructuras ilegales contra la gente en Montes de María, Cauca, Putumayo, Chocó o en cualquier otra zona, hace ineludible considerar que, pese a los diálogos con el Gobierno, las dinámicas de la violencia permanecen intactas. Incluso, en algunas zonas se han recrudecido por el fortalecimiento de estos grupos armados, con capacidad militar y control territorial en ascenso, lo que deja en segundo plano o saca de escena el urgente clamor de pactar mínimos alivios humanitarios o de detener las disputas territoriales. En medio de la actual confrontación de desgaste, con una Fuerza Pública cuestionada surge otra obligada pregunta: ¿Cuenta el comisionado de Paz con capacidades suficientes para poner en marcha de forma simultánea protocolos o mecanismos para acordar el fin de las hostilidades contra los civiles?

El ímpetu con el que arrancó la paz total despertó grandes expectativas, pero desde entonces no ha hecho otra cosa que perder fuerza. Entre otras razones, porque no se acompañó desde el inicio de una estrategia de seguridad territorial. Hoy solo es más de lo mismo. Lo ratifica el contenido del comunicado del Estado Mayor Central, en el que resulta inevitable remitirse al manido tono manipulador, amenazante, antimperialista o auto exculpatorio de crímenes de los que responsabilizan a la “máquina de guerra estatal”, usado por las Farc de los 90. Encontrar una sola frase de arrepentimiento sobre lo sucedido con los menores indígenas es una entelequia. En el reciclaje de la guerra hasta en eso se reproducen los patrones de la maldad humana. Buena suerte con la negociación.