Vergüenza absoluta. El miserable episodio de agresiones verbales e insultos racistas contra el delantero del Real Madrid Vinícius Júnior es la nueva muestra del insoportable clima de intolerancia exacerbado, en especial después de la pandemia, en sociedades que visibilizan con cinismo, impudicia o insolencia, mediante actos violentos e, incluso delitos de odio todo lo racistas, machistas y clasistas que pueden llegar a ser. España, uno de nuestros espejos por razones obvias, epicentro de este penoso escándalo contra el jugador brasileño, lo niega, pero los intolerables comportamientos reflejados en las gradas de sus estadios revelan lo contrario.
Muchos dirán, nada nuevo bajo el sol. En parte, tienen razón. Esos matoncitos cobardes que alientan conductas racistas suelen ser los mismos indeseables que cada vez que encuentran una oportunidad vuelcan lo peor de su malsana bilis contra todo aquello que les resulta diferente, diverso o simplemente, desconocido. Camuflan su cortedad de miras en arrebatos de superioridad moral e intelectual que están lejos de poseer. Como anillo al dedo les sienta la expresión: Dime de qué presumes y te diré de qué careces. Demasiadas manifestaciones de odio, despreciables burlas o actos irrespetuosos contra el que tienen al lado o quienes están en el campo de juego han convertido a estadios de España, Argentina, Colombia y de otros lugares del mundo en “oasis para la gente maleducada”, donde la impunidad de la grada le concede casi que un cheque en blanco al infractor anónimo, que se siente empoderado para hacer lo más ruin.
Ahora bien, los insultos racistas u ofensas que menoscaban la dignidad humana, punta del iceberg del universo cruel de la discriminación, como los proferidos contra Vinícius y Hugo Rodallega solo por citar casos de los últimos días, no son una problemática que se reproduce única y exclusivamente en escenarios deportivos, donde dicho sea de paso la Fifa, la dirigencia del fútbol y los respectivos clubes podrían hacer mucho más para atajar arbitrariedades que algunas veces ellos terminan animando. Aunque luego, en el ardor de la irritación, como todo Frankenstein, abandonen o desconozcan a su criatura. El racismo es más que futbol. De hecho, no lo es. Es un asunto de enorme trascendencia social, un pesado fardo que se lleva a los estadios, a los conciertos, a la escuela, a los sitios de trabajo o al transporte público, porque se carga en el morral o en el bolso, listo para ser exteriorizado cuando se estime conveniente: bien de frente o bien en redes sociales. Escupir veneno, como parte de la vida cotidiana, ¡de lo más normal!
Lamentablemente, hemos sido educados a las patadas para que creamos que somos más o mejores que el vecino, el compañero de oficina o al que le damos la paz en la misa. Nos mueve un espíritu de burla irrespetuosa e injuria libre, impregnado en el ADN que recibimos de quienes nos conquistaron hace 530 años. Las secuelas de sus históricas mofas aún hacen mella en nuestras relaciones y, en los peores casos -lo sé en carne propia- laceraron, y aún lo hacen, a quienes debieron aprender a vivir entre ellos con el sanbenito de ser los “sudacas de mierda”. Sí, somos especialistas en despreciar al otro, como si la Constitución reconociera el derecho al insulto y lo incorporara al quehacer diario. Amparados en quién sabe qué ignominiosa patente de corso, aprendemos a burlamos del contrario: da igual si el pretexto es su género, color de piel, orientación sexual, discapacidad, origen étnico, condición socioeconómica, religión u opinión política. Quienes se rasgan hoy las vestiduras por el detestable caso de Vinícius Júnior, frente al que no cabe impunidad ni indolencia institucional, deberían sincerarse un poco y reconocer su problema común. Mientras ciudadanos de a pie, políticos, autoridades o periodistas defiendan la burla o el irrespeto como mecanismos válidos para expresar sus emociones, el racismo seguirá metiéndose por todos lados, ganando espacios en las trincheras del odio y haciendo mucho daño.