La maternidad subrogada, vientres de alquiler o la gestación por sustitución, los nombres varían según los países, pero en el fondo la práctica es la misma, es uno de los debates más álgidos de la actualidad. Sin reparar en sus mitos ni en las motivaciones de quienes acuden a ella, lo primero que conviene señalar, para no perder de vista el descarnado nivel de mercantilización que la acompaña es que se trata de un negocio al alza. Pese a que muchos países decidieron ponerle freno o intervenir para regular sus términos, luego de concluir que detrás del procedimiento, ofrecido en muchos casos por clínicas especializadas, se esconde el drama de la explotación reproductiva, se calcula que en 2022 más de 20 mil bebés vinieron al mundo bajo este método que facturó USD14 mil millones, de acuerdo con la consultora Global Market Insights. De lejos, por el aumento sostenido de la demanda, esta cifra superaría los USD130 mil millones en 2032.

Estimaciones, insisto, porque a ciencia cierta resulta complicado encontrar información precisa o confiable, debido a que buena parte de las condiciones de los contratos suscritos entre una pareja heterosexual, una del mismo sexo o familias monoparentales con una mujer gestante que tiene que entregar el bebé al final de su embarazo, se mantiene en la más absoluta opacidad. Lo que se sabe con alguna fiabilidad es cuánto cuesta una criatura en ciertos países: en Estados Unidos oscila entre los 100 mil y 200 mil dólares, en Albania o Grecia se pagan hasta 70 mil dólares, en Georgia el monto se acerca a los 50 mil y en Ucrania, principal destino del ‘turismo de la fertilidad’, hasta antes de la invasión rusa, un bebé se negocia en 45 mil dólares.

Dependiendo del intermediario, las partes lo gestionan de distinta manera, pero siempre quedan espacios para abusos, violencia reproductiva contra las gestantes o tráfico de menores de edad. Realidad compleja, difícil de entender y, aún más, de juzgar con severidad en el caso de mujeres que sin otras opciones alquilan sus vientres por un pago, a costa de su salud física, mental o emocional. De manera que esta práctica tan controversial como apetecida deja en evidencia la extrema vulnerabilidad de miles de mujeres pobres o marginalizadas que terminan siendo víctimas de explotación. Sí, explotación porque la maternidad subrogada, privilegio de sectores pudientes con capacidad económica o de quienes deciden endeudarse de por vida para comprar un bebé, es otra forma de trata de personas. Nadie debería, por tanto, permitirse el exabrupto moral de justificar que los seres humanos, cuál mercancía, puedan comprarse o venderse. ¿O es que la esclavitud, al menos como la conocíamos originalmente, no se abolió tiempo atrás?

Quienes comparan la maternidad subrogada con fines comerciales con la donación de órganos se equivocan de cabo a rabo. Lo hacen solo por añadir confusión a un asunto que está lejos de ser altruista. Por un pulmón o un riñón no se paga una cantidad de dinero acordada en una negociación, ni se elige el donante en un mercado internacional de carácter legal, tampoco operan intermediarios y, sobre todo, un corazón no tiene derechos, a diferencia de un bebé que como todo ser humano los tiene, sea cual sea su origen y nazca donde nazca. Es un principio universal que no tiene discusión, pero da la impresión de que a los del negocio les importa poco.

En Colombia se tramita en el Congreso una iniciativa del Ministerio de Justicia para regular, más no prohibir la gestación subrogada. Sería importante que antes de su debate, poco probable en esta agonizante legislatura, se contrastara su contenido con el mensaje de la relatora especial de la ONU sobre trata de personas que en su reciente visita al país pidió prevenir esta forma de explotación. Otro tema delicado que debería revisarse a fondo para evitar incurrir en contradicciones en un contexto en el que nos sobran historiales de abusos contra las mujeres.