Otra semana de crisis política en Colombia. La tormenta desatada por el robo de una suma de dinero aún no precisada de la residencia privada de la otrora jefe de Gabinete, Laura Sarabia, no amaina. Más bien todo lo contrario. Arreció tras los señalamientos formulados a la revista Semana por un testigo anónimo que habla ahora de la desaparición de insólitas sumas de dinero que serían del presidente Petro, las que habrían originado el escándalo que atarzana a su Gobierno.
El jefe de Estado lo niega. Sale al contrataque, asegurando que el perturbador testimonio esconde un “interés difamatorio en su contra para minar la confianza ciudadana” y reclama pruebas. Ciertamente, ese es el deber ser de una acusación tan delicada y, por tanto, quien denuncia tendría que acudir sin falta a las autoridades para entregar sus evidencias.
En la disparatada carrera de insucesos que mantiene expectante a la opinión pública, además debatiéndose entre la contrariedad, el aturdimiento o el desengaño, lo peor es, sin duda, el desconcertante y aún no esclarecido deceso del coronel de la policía Óscar Dávila, pieza clave en el interrogatorio e interceptaciones ilegales a Marelbys Meza, la niñera a la que hicieron pasar como integrante del Clan del Golfo. Imprescindible que la Fiscalía General revele con absoluta certeza la causa exacta de la muerte del uniformado certificada por Medicina Legal, así como las principales líneas de investigación sobre un hecho que no ha tenido un manejo responsable.
Demasiadas voces del Gobierno se han apresurado a entregar su concepto sobre esta muerte, quebrando por completo la moderación institucional que demanda un asunto tan sensible. Es de sentido común, el primero que suele perderse. Aunque les asista derecho de guardar silencio, quienes están en capacidad de contribuir a esclarecer los sórdidos episodios de presuntas chuzadas, abusos de poder, pérdida de dinero, financiación irregular de la campaña presidencial o pago a abogados con cuestionados recursos, no deberían renunciar a ofrecer su versión en la Fiscalía o la Procuraduría, cuando sean citados, como ha sucedido durante los últimos días.
Es el momento de la verdad, ahora que el desfile de los implicados ante los entes de control ha iniciado. Si no asisten o se niegan a declarar, el país continuará bamboleándose en la penumbra del oscurantismo por la larga sombra de supuesta corrupción, viejas prácticas clientelistas o acusaciones aún mayores que van repartiendo dudas sobre la transparencia e integridad de quienes son parte del Ejecutivo o lo eran, del propio mandatario o de algún miembro de su familia. Si como reza el refrán popular: el que nada debe, nada teme, ¿no deberían ser los señalados en esta crisis de proporciones mayúsculas los más interesados en limpiar su nombre y, de paso, borrar cualquier atisbo de tacha en la honorabilidad del presidente Gustavo Petro?
Como hemos advertido en este mismo espacio, al jefe de Estado se le acumulan los pendientes. Esos inevitables impactos del desgaste de quien gobierna le pasan factura con especial aspereza, además con gran velocidad, por los muchos conflictos abiertos a menos de un año de instalarse en la Casa de Nariño. Seguramente incide que el suyo sea el primer Gobierno progresista en la historia de Colombia.
De todos es bien sabido que las transformaciones cuestan: las planteadas inicialmente en el Congreso fueron en exceso ambiciosas y, sobre todo, requerían de consensos, negociación, credibilidad y gobernabilidad, elementos esenciales que se han ido perdiendo. Buena parte de ellas amenaza naufragio. Así que no es comprensible que el presidente siga dilapidando su capital político en confrontaciones estériles para escudar errores, una gestión discutible, su deriva autoritaria o peculiar forma de entender el poder. Es cuestión de prudencia.
Tampoco es viable que se atrinchere de manera indefinida en la arenga de la guerra judicial o golpe blando que promueve, dentro y fuera de Colombia. La retórica del victimismo, las confabulaciones, la persecución que en su contra han emprendido, a su juicio, determinados sectores políticos, económicos, judiciales y de la prensa, solo incentiva peligrosas formas de vendettas, incluso entre ciudadanos de a pie. Hemos sido testigos. Mala cosa, cuando los escenarios de estabilidad se ven distantes.
En Colombia, donde todo es grave, pero nada es serio, lo que ocurre en este momento en los círculos del poder político no es sencillo de entender ni asimilar por el radicalismo o fanatismo que se imponen. La realidad se confunde con la especulación y cuesta cada vez más distinguir la verdad de la mentira con un saldo devastador. En definitiva, la suma de crisis nos golpea a todos, dejándonos con apenas fuerzas para seguir.