En la región Caribe enlazamos una crisis tras otra sin haber superado la anterior. A la de la violencia por cuenta del inacabable conflicto que ha agravado por décadas la exclusión social de las víctimas, se sumó la de la pandemia que erosionó la salud física, mental y laboral de sus habitantes, en especial de los más vulnerables. Las más recientes han estado relacionadas con el alto valor que pagamos por la electricidad debido a la opción tarifaria y con los elevados precios de la canasta familiar derivada de presiones inflacionarias que sumieron a sus departamentos en una insoportable escalada de inseguridad alimentaria que se sintió con gran fuerza el año pasado.

Hablamos de una tormenta perfecta con devastadores efectos en la de por sí precaria estabilidad de hogares que sin recursos ni medios económicos se han quedado atrás, rezagados del conjunto de la sociedad, a tal punto que no tienen cómo escapar de la pobreza y el hambre, dos caras de una misma moneda que los obliga a renunciar a casi todo. También, cómo no, a comer dignamente. No extrañan los resultados de la Escala de Experiencia de Inseguridad Alimentaria (FIES), herramienta diseñada por la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura (FAO), que por primera vez incorporó el Dane a sus mediciones anuales sobre las dificultades que enfrentan las personas para acceder a alimentos seguros, nutritivos, en la cantidad y calidad suficiente para subsistir. Necesidad que es también un derecho fundamental.

Cinco de los seis departamentos con los indicadores más críticos a nivel nacional estaban en el Caribe. La Guajira, Sucre, Atlántico y Magdalena ocuparon las primeras posiciones, en línea, además. En el sexto lugar apareció Cesar, Córdoba en el octavo y Bolívar se ubicó en el puesto once. Todos con registros superiores a la media nacional. Incluso, La Guajira, con un índice de 59,7 % de inseguridad alimentaria moderada y 17,5 %, de grave, dobló y casi cuadriplicó, respectivamente, el promedio de los 33 territorios evaluados. En otros términos, si el año pasado hubo una región en el país en la que la gente aguantó física hambre, sobre todo en áreas rurales porque sus familias, particularmente las numerosas, las encabezadas por mujeres e integradas por migrantes, no tuvieron dinero para comprar alimentos, redujeron las cantidades a ingerir, desmejoraron su calidad nutricional o se saltaron una o más comidas diarias, fue la nuestra.

Preocupante en extremo porque esos datos son el reflejo de las tensiones que han alterado por completo la vida de los habitantes de la región donde por activa y por pasiva se ha advertido sobre el alza de las tarifas de energía que han empujado a miles de hogares a la pobreza monetaria por el pago de un servicio del que no se puede prescindir. La carestía de los alimentos o la escasez de la oferta agrícola son otros asuntos aún no solventados en la región. Es un diálogo de sordos, en el que no somos escuchados. No negamos que padecemos hambre: es una consecuencia natural del aumento de la precariedad socioeconómica. Que no se olvide que mientras el país cerró 2022 con una inflación anual de 13,12 %, la más alta del siglo; las capitales costeñas lo hicieron con índices que oscilaron entre el 15,38 %, en el caso de Sincelejo, y 14,26 %, en el de Santa Marta. ¿Así o más claro? Porque siempre se puede insistir en que mientras la variación de los servicios de electricidad fue de 22,40 % a nivel nacional, en nuestras ciudades llegó a 37 % en Montería, a 35 % en Cartagena o a 32 % en Barranquilla, solo por mencionar tres.

Seamos francos. Al margen del negacionismo de ciertos sectores políticos, de las vanidades que devoran a unos cuántos que prefieren no enterarse de la creciente vulnerabilidad de grupos poblacionales en riesgo o de las falsas apariencias con las que otros intentan disfrazar sus evidentes carencias, la verdad es que acumulamos incendios sociales apenas sofocados con pañitos de agua tibia. Fatal. Los que tienen que enterarse, parece que no lo hacen o, al menos, lo disimulan bastante bien porque no ofrecen las señales de que esto mejore en el corto plazo.

Con hogares de clase media que descienden al infierno de la pobreza cuando hacen mercado o pagan sus facturas de la energía, y no solo de manera temporal, sino crónica, ¿qué pasará cuando el impacto de El Niño se haga sentir en los productos agropecuarios, que subieron 10,8 % en junio, o en la inflación mensual de electricidad, que oscilaría entre el 1,3 % y 1,6 %, hasta finales de 2024? Seguimos a la espera de respuestas del Gobierno nacional al que le corresponde el liderazgo o el control de una situación potencialmente amenazadora por sus múltiples impactos.