Las recientes amenazas de organizaciones armadas ilegales contra docentes e investigadores de universidades del Caribe deben poner en estado de alerta máxima a la academia en Colombia. También a todas las ramas del poder público ante las graves intimidaciones o amedrentamientos que atentan de frente contra el inestimable valor del pluralismo de opiniones que caracteriza a los campus académicos de nuestra región. Es inaceptable que estos centros de pensamiento terminen convertidos, otra vez, en escenarios de conflicto, donde impere un único principio rector, estrecho, unidireccional o uniforme. Como ocurrió en los peores años de la toma paramilitar de las universidades (1997- 2007), el miedo vuelve a ser real, además de profundo.
Por decisión personal, algunas de las víctimas de estos repudiables ultimátums materializados en forma de panfletos, mensajes anónimos o llamadas telefónicas durante las últimas semanas, como el profesor de la Universidad del Norte Luis Fernando Trejos, anunciaron públicamente o a su círculo más cercano que silenciaban sus análisis y se apartaban de su imprescindible trabajo académico sobre crimen organizado, violencia armada, rentas ilegales y derechos humanos en el Caribe. Otros consideran abandonar el país. Cada situación más lamentable que la anterior.
Estamos frente a una regresión en toda regla que no podemos dejar de lamentar y condenar en los términos más radicales. Si los investigadores toman distancia de su razón de ser por comprensibles motivos de física supervivencia, el debate público perderá altura, se extinguirán las voces críticas y se sofocará el pensamiento libre que habita en los campus educativos. En consecuencia, la universidad –ese ente vivo, dinámico, transformador de las realidades sociales, políticas o económicas– dejará de ser un bien público en el que la sociedad entera tiene cabida y se ve representada de distintas maneras. Esta escalada de los violentos, puntualmente del Clan del Golfo, constituye un atentado contra la democracia. Una ruptura que el Estado debe evitar.
Desafortunadamente, como constatamos a diario en los territorios a merced de los grupos violentos, la acción institucional, tan paquidérmica como suele ser costumbre, no les ha brindado a los investigadores en riesgo garantías de seguridad. Conviene entender que las intimidaciones, hostigamientos o agresiones contra Armando Martínez, de la Universidad del Cesar; Alejandro Blanco, de la Universidad Libre; Norma Vera, investigadora del Magdalena, y Lerber Dimas, director de la Plataforma de Defensores de Derechos Humanos de la Sierra Nevada, entre otros, además del profesor Trejos, como señalábamos antes, no son hechos aislados ni inocuos.
Forman parte de estrategias bien calculadas de estructuras criminales sin carácter político, herederas del paramilitarismo, que como ocurrió en el pasado en el caso de agentes del Estado, de la guerrilla y de la misma extrema derecha buscan controlar o derribar las resistencias de docentes, alumnos y demás integrantes de comunidades educativas que se expresan en contra de sus formas de violencia, todas ellas vulneratorias de derechos y libertades de la población.
Silenciar el pensamiento crítico a través de la irracional fuerza de las armas es una constante que han usado todos los actores de la guerra para consolidar sus proyectos de expansión territorial, criminal o de dominio social. Una de ellas es perfilar investigadores, profesores y periodistas que advierten sobre sus atropellos, como hacen ahora. Lo más absurdo de todo es que el ‘Gobierno del Cambio’ no se lo hace más difícil a los ilegales con su discurso de estigmatización de la prensa por una suma de desconfianzas o señalamientos con origen, incluso en el propio jefe de Estado.
Cuesta entender que esto ocurra justo cuando el timón de la nación lo conduce el progresismo. Si no se pone freno a las amenazas que vulneran la seguridad personal de los docentes e investigadores, fisuran la autonomía universitaria y restringen la libertad de expresión, todas las alianzas construidas entre la academia y la sociedad en aras de respetar la diversidad de sus opiniones se romperán y resultará inevitable que la guerra con todos sus horrores regrese a las universidades. No repitamos esa historia de dolor. No lo permitamos en nombre de las incontables víctimas de esa infamia.