En una Colombia en la que la polarización política elevada a la categoría de guerra ideológica ha convertido al que se encuentra en una orilla distinta a la propia en el enemigo a derribar, pocas cosas nos unen. Indudablemente, una de ellas son los triunfos de nuestras selecciones Colombia. No hace falta añadir mucho más. Otra la acabamos de descubrir. Ya era hora. En un fallo histórico, que sin discusión toda la nación celebra, la Corte Internacional de Justicia (CIJ), máximo tribunal que dirime los conflictos entre Estados, le paró los pies a Nicaragua. Por 13 votos a favor y 4 en contra, sus magistrados sentenciaron que Managua, como pretendía su demanda interpuesta en 2013, no puede extender su plataforma continental más allá de las 200 millas náuticas que delimitan su frontera. Lo contrario, resultaba un exabrupto.
Por donde se mire, la decisión del tribunal de La Haya es realmente trascendental. No deja espacio para dudas o cuestionamientos dada la contundencia del mensaje que envía a países del mundo entero que estaban atentos al sentido del fallo para actuar en consecuencia. De modo que la Corte, tomando como base la resolución de la larga disputa entre Colombia y Nicaragua, sienta un precedente para evitar en el futuro una avalancha de demandas similares con las que naciones pretendieran que se demarcaran a su favor límites territoriales en el mar.
No ha podido ser más clara la presidenta del Tribunal de Naciones Unidas al señalar que “conforme con el derecho internacional consuetudinario, el derecho de un Estado a una plataforma continental más allá de las 200 millas náuticas no puede extenderse dentro de las 200 millas náuticas a partir de las líneas de base de otro Estado". Por tanto, le dio la razón al equipo jurídico de la Cancillería, que dicho sea de paso contó en sus alegatos con el invaluable respaldo de reconocidos líderes de la comunidad raizal, negó la petición de Managua y zanjó eventuales nuevos conflictos. Jugada magistral a tres bandas. Ciertamente, estamos ante una victoria categórica de Colombia que sabe a gloria tras el duro revés de 2012, cuando se perdieron más de 70 mil kilómetros cuadrados de mar, espacio marítimo que se le otorgó al país demandante.
Han sido más de dos décadas de litigio entre Colombia y Nicaragua las que han llegado a su fin con este fallo de significativa relevancia resultado de una suma de esfuerzos de distintos gobiernos. No solo se pone término a una desgastante disputa en todo sentido, producto de las tres demandas que la nación centroamericana gobernada hoy por el autócrata Daniel Ortega interpuso desde 2001 por San Andrés, Providencia y Santa Catalina, sus cayos, áreas marítimas y, más recientemente, su plataforma continental. También es clave porque ratifica la soberanía del Estado colombiano sobre el Archipiélago y mantiene intactos sus derechos, lo cual, como resulta lógico, le exige a la institucionalidad el cumplimiento de obligaciones y compromisos.
No es coherente ni justo sacar pecho por el fallo, celebrar con el fondo del mar de los siete colores y al día siguiente olvidar a la comunidad raizal y al resto de habitantes de nuestro único territorio insular que con razón se lamenta de la desidia institucional que los asuela. Al Archipiélago se le amontonan los pendientes en materia ambiental, económica y social. La reducción de la conectividad aérea ha abierto un boquete en el sector turismo. Los pescadores reclaman garantías para sus faenas. También les preocupa la superpoblación, la criminalidad o la seguridad alimentaria. Aún muchos isleños no han superado la devastación que les dejó Iota.
Cae el telón de la disputa con Nicaragua, que muchas veces era lo único que centraba la atención del Gobierno de turno en el Archipiélago. Urge ir más allá. San Andrés necesita inversión social, oportunidades para su gente y una mirada que la integre a la Colombia continental. No conviene ver el punto negro en el lienzo tan blanco, pero el ausente presidente Gustavo Petro perdió una oportunidad de oro para acompañar a las comunidades. Confirmó que irá el 20 de julio: no lo haga con las manos vacías presidente y, en lo posible, defina el tono con el que su Gobierno manejará las relaciones con Nicaragua: diplomacia o activismo. Aún no lo tenemos claro.