En una España dividida, harta de los errores del actual jefe de Gobierno, Pedro Sánchez (Psoe), pero tampoco convencida de darle apoyo a la derecha de Alberto Núñez Feijóo (PP), con un aliado tan cuestionado como el ultraderechista VOX, poca probabilidad de conformar una mayoría para gobernar existía en las elecciones del 23J.

En ese difícil escenario los españoles salieron a votar y, efectivamente, aunque no como lo proyectaban las diferentes firmas encuestadoras –grandes derrotadas–, demostraron su descontento con el líder del Psoe, a quien le cobraron en las urnas varios desaciertos, entre esos el estricto manejo de los aislamientos de la pandemia, entre los más duros del mundo; el de no frenar a la ministra Irene Montero en su agresivo discurso, que terminó desplazando a una importante cantidad de jóvenes hacia VOX y el mismo PP; por el mismo tono la ministra Ione Belarra, quien en varias oportunidades atacó al empresariado.

De manera análoga, a Alberto Núñez Feijóo le están cobrando su alianza no oficial con algunas posturas de VOX, otro gran derrotado de la jornada (perdió la mitad de los escaños que había ganado en 2019) como las del no al aborto o al matrimonio igualitario. Esto sin contar que el partido no es afín a otras coaliciones y que su discurso, en medio de la contienda, ha carecido de autocrítica y, en cambio sí, le han sobrado señalamientos hacia el mismo PP y sus dirigentes.

Es así como en una jornada como la de este domingo se llegó a unos apretados resultados en los que el Psoe logró 122 escaños, mientras que el PP obtuvo 136, lo que significó casi que un emparejamiento entre los diputados por bloques, que ahora pone a ambos líderes en las justas por sumar apoyos de los otros partidos, un camino impredecible en el que los analistas no se atreven a especular deliberadamente y que dependerá de las negociaciones que se logren para llegar a La Moncloa, algunas

de ellas de alto calibre, como es el caso del partido del independentista Carles Puigdemont, Junts, cuyos representantes, entre ellos Laura Borras y Jordi Turull, aseguraron tras los comicios que no darían la victoria a alguno de los partidos a cambio de nada, y horas después manifestaron que el precio sería la realización de un referéndum “acordado y vinculante” para solucionar la situación política de Cataluña. ¡Vaya encerrona!

Con lo ajustado de los resultados, cabe también la posibilidad de que no haya investidura y pueda haber una repetición electoral, lo que algunos califican como un esce- nario calamitoso para el país. Sin embargo, apartándose de ese marco, de aquí a mediados de agosto, los partidos deberán llegar ya con sus apoyos para elegir al presidente del Congreso, quien se reunirá con el rey Felipe VI para comunicarle qué fuerzas tienen mayor representación en el hemiciclo. Será entonces el monarca el que haga el deber de reunirse con los representantes y proponga uno para ser investido, no sin antes buscar la mayoría de sufragios de la cámara en primera votación o la mayoría simple en la segunda para obtener la confianza y ser elegido presidente del Gobierno.

De no resultar este proceso, entonces el presidente de la Cámara someterá a la firma del rey el decreto de disolución de las Cortes Generales y de convocatoria de elecciones que se realizarían a finales de noviembre o principios de diciembre.

Así las cosas, la carrera por desbloquear la democracia plantea a los partidos una encrucijada por encontrar soluciones prontas, lo que a su vez desencadena en un estado de suspenso e incertidumbre generalizados, que por supuesto obliga a repensar el sistema y las leyes electorales de España, para que no pongan al país en dicho estado de bloqueo, y para no depender de las minorías complementarias, sean de extrema izquierda, extrema derecha o nacionalistas, como es el caso de estos comicios.