La suspensión provisional del alcalde de Riohacha, José Bermúdez Cotes, por presuntas irregularidades en una licitación pública ha abierto un nuevo capítulo en la agria disputa jurídica con telón de fondo político que sostienen desde tiempo atrás el presidente Gustavo Petro y la procuradora Margarita Cabello.

Más allá de la ingobernabilidad de la capital guajira que suma tres meses acéfala, los ciudadanos, casi que con aprehensión, hemos sido testigos del ruidoso debate que los altos dignatarios del Estado han mantenido vía carta, redes sociales y medios de comunicación, y que por el momento los deja en tablas, porque a cada uno les asisten razones de peso para defender con vehemencia sus posiciones desde sus trincheras. Dimes y diretes que, eso sí, van para largo en la medida en que no se vislumbra una salida para este cuello de botella.

Dicho de otro modo, el rifirrafe público entre los dos pesos pesados volvió a dejar al descubierto algunas grietas o rendijas de nuestra constitucionalidad normativa en relación con la capacidad sancionatoria de la Procuraduría contra los servidores de elección popular y el derecho internacional. Pues, a través de ellas, es por donde se cuelan los cuestionamientos de sectores jurídicos, políticos y académicos que piden revisar las funciones jurisdiccionales del Ministerio Público, al que consideran un órgano político elegido por el Senado. Lo que en últimas vulneraría el debido proceso, a tenor de la independencia e imparcialidad que no le reconocen. Insisten entonces en que las suspensiones, destituciones e inhabilidades les corresponden únicamente a los jueces contenciosos administrativos en desarrollo de un proceso penal. Eso a grandes rasgos.

En el detalle, esta es la tesis abrazada por el jefe de Estado para anunciar abiertamente que no reemplazará a Bermúdez ni a ningún otro alcalde o gobernador suspendido por el órgano de control disciplinario. No se olvide que tras ser sancionado por el entonces procurador Alejandro Ordoñez en una determinación con tufillo político, cuando Petro era alcalde de Bogotá, este emprendió una decidida cruzada ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Siete años más tarde, el tribunal internacional condenó al Estado colombiano ordenándole adecuar su ordenamiento jurídico interno para no vulnerar los derechos políticos de los elegidos popularmente, que no pueden ser apartados de sus cargos por una autoridad administrativa, sino penal, so pena de que se incumpla la Convención Americana sobre los Derechos Humanos.

Como no podría ser de otra manera, el ministro de Justicia, Néstor Osuna, respalda la posición del presidente Petro, señalando que la Convención ADH “tiene prelación en el ordenamiento interno colombiano y forma parte del bloque de constitucionalidad”. Lo cual obliga al jefe de Estado a aplicarla. Si no lo hace, se generaría una ruptura de los compromisos adquiridos por el país, razonamiento que resulta bastante lógico.

Ahora bien, la contraparte sustentada en los argumentos jurídicos señalados por la jefe del Ministerio Público, pero sobre todo, en la reforma del Código Disciplinario de la Procuraduría aprobada en el Congreso, convertida en Ley de la República, y en la jurisprudencia de la Corte Constitucional y del Consejo de Estado, defiende que sí es competente para suspender provisionalmente a servidores de elección popular. Y ahí está una de las claves para conceder la razón a uno lado o a otro de los que la reclaman: si la decisión de la Procuraduría es provisional o definitiva, sobre este último sentido fue se pronunció la Corte IDH. En ello estamos. En el discurso de unos y otros, porque el tema se sitúa en el centro de un apasionante debate público, se revelan claramente presiones políticas, mientras queda la sensación de que el presidente va en contravía de lo señalado por los altos tribunales del país.

¿Es el anuncio del mandatario un desacato?, ¿atenta contra el Estado de Derecho?, ¿encaramos un asunto que trascendió el ámbito jurídico y se instaló en la esfera personal?, ¿cuál será el futuro de la Procuraduría y, si se releva de esta función, quién vigilará y sancionará a los servidores públicos elegidos popularmente: la Fiscalía o el sistema de justicia que como todos sabemos se encuentra desbordado? Demasiadas preguntas sin respuestas.

A no ser que este asunto se aborde con cabeza fría, sin pasiones políticas, se avance en el cumplimiento de la sentencia de la Corte, pensando en el bien colectivo y en aras de la transparencia que debe inspirar las actuaciones institucionales, seguiremos soportando cada cierto tiempo este indeseable choque de trenes con ambiente de autoritarismo, por la forma en la que el jefe de Estado se refiere al tema, según conceptúan juristas, con sus lógicos efectos, como la incertidumbre y la desconfianza.