El anuncio de Nicolás Petro, hijo del presidente de la República, de colaborar con la justicia para revelar nuevos hechos de corrupción electoral, promete recrudecer el huracán político y jurídico que su captura ha desatado en el país.
Si alguien conoce los pormenores de cómo se manejó la campaña presidencial de 2022, al menos en el Atlántico y en el resto de la región Caribe, donde fungía como uno de sus principales operadores, es el diputado Petro. Por razones obvias, su implicación fue directa y relevante, así que se da como un hecho que su testimonio abrirá una caja de Pandora con efectos inciertos, particularmente en las elecciones de octubre.
Es posible inferir que detrás del enriquecimiento ilícito y lavado de activos que le fueron imputados se esconden hechos graves y poco transparentes, que podrían configurar nuevos delitos que involucren a figuras políticas, empresarios, contratistas, financiadores de la campaña presidencial y una larga lista de salpicados, entre los que aparecen familiares y personas cercanas a la entonces pareja de Nicolás Petro y Day Vásquez, también imputada por la Fiscalía. En su caso, por lavado de activos y violación de datos personales, al obtener mediante un “hecho ilegítimo información reservada de su otrora amiga íntima Laura Ojeda, la actual pareja de su exmarido.
La maquinaria judicial está en marcha y, hasta ahora, ha demostrado ser efectiva al aportar elementos probatorios sólidos que confirmarían, de acuerdo con lo revelado en la audiencia pública, la ocurrencia de situaciones anómalas denunciadas en su momento por Vásquez contra quien fuera su esposo.
Sus revelaciones permitieron que la madeja del entramado montado por Nicolás y su círculo más estrecho, hoy en la mira del ente investigador, empezara a ser desenredada. Eso sin duda. Pero ha sido la minuciosa labor de la Fiscalía General la que hilvanó los hilos sueltos de esta reprobable historia de excesos al contrastar los modestos pagos por salarios, extractos bancarios y declaraciones de renta del hijo del primer mandatario con su boyante patrimonio personal, para poner en evidencia la conducta de enriquecimiento ilícito de servidor público en la que se encuentra inmerso el diputado que se comportaba como un “arribista de clase media”.
Expresiones como esta, del fiscal Mario Andrés Burgos, retratan el incoherente tren de gastos que arrastraba Nicolás Petro, sumergido en una vida de excesos que no se compadecía con su nivel de ingresos dependiente única y exclusivamente de lo que devengaba como diputado de la Asamblea del Atlántico.
Pagos por $1.600 millones en arriendos, compra de dos casas a nombre de un tercero, de un Mercedes Benz y de productos de lujo, todo con un sueldo de $13 millones mensuales, fueron elementos claves que sustentaron la imputación, en la que también se precisó cómo la pareja ocultó el origen, al parecer, ilícito del dinero que recibía. Algunas veces en su propia casa y, según el fiscal, a través de la intermediación de Máximo Noriega, el dirigente de Colombia Humana, al que este partido le retiró el aval a la Gobernación del departamento.
¿A quién le cabía en la cabeza que esto sería sostenible? La justicia tiene que seguir actuando. Aún quedan muchos cabos sueltos. La colaboración de Petro Burgos debe ser lo suficientemente eficaz para establecer nuevos frentes de investigación fiables. El primero debe determinar si hubo financiación ilegal o ingreso de dineros de dudosa procedencia a la campaña de Petro presidente en Atlántico y la Costa, y si así fue, quién los entregó, con qué propósito o a cambio de qué. Las llaves comienzan a aparecer.
El segundo exige llegar al fondo de la conversación entre el exembajador Armando Benedetti y la exjefa de Gabinete, Laura Sarabia, sobre la entrada de $15 mil millones que él dijo recaudar en la región Caribe. Nadie desconoce el protagonismo que tuvo el exsenador en la campaña del hoy jefe de Estado, y aunque afirmaciones como esta fueron desmentidas por el petrismo pasan los días y Benedetti todavía no da la cara. ¿Por qué?
Este creciente escándalo de ilicitud que parece haber entrado en el ciclo de las confesiones de sus directamente señalados, a quienes se les deben ofrecer todas las garantías, no puede presentarse ni entenderse como una conspiración contra el jefe de Estado, su familia o su proyecto político.
Aquí no cabe victimismo alguno, solo verdad, transparencia y, en lo posible, valentía de sus involucrados para romper cualquier pacto de silencio e inmovilismo cómplice que termine por debilitar aún más al presidente de la República, a su gobierno y, de paso, la estabilidad democrática de un país que no da crédito ni alcanza a procesar las evidencias. Pero que demanda, eso sí, responsabilidades penales y políticas por conductas tan reprochables. Nada excusa lo sucedido, pero resulta claro que quien nunca ha visto a Dios cuando lo ve se espanta.