Con cierta ironía se podría decir que anticipándose a uno de los fenómenos laborales del momento, el gran cantante dominicano Alberto Beltrán grabó hace casi 70 años con la Sonora Matancera el popular merengue de Medardo Guzmán, ‘El negrito del batey’.

Este clásico intergeneracional retrata en algunas de sus mejores frases el sentimiento que hoy recorre las oficinas de medio mundo: “el trabajo para mí es un enemigo, el trabajar yo se lo dejo todo al buey, porque el trabajo lo hizo Dios como castigo”. Bueno, ni tanto que queme al santo ni vela que no lo alumbre.

La pandemia, de la que difícilmente podremos sustraernos en lo sucesivo de nuestras vidas, ha disparado como nunca antes el hastío o malestar de un ejército de empleados de distintos oficios, niveles y responsabilidades, que se sienten cada vez menos comprometidos con sus trabajos, a los que ya no consideran como antes una prioridad de tiempo completo.

La cercanía de la muerte, la propia o la de los seres más amados, cambió por completo la perspectiva individual y colectiva de quienes hasta hace un tiempo se mostraban dispuestos a sacrificar su salud mental, física y emocional para crecer laboralmente o alcanzar esa quimera llamada éxito.

Siempre habrá algunas o muchas personas decididas a mantener la dinámica de máxima productividad, con empeño, sin descanso y aprisa, por razones que cada una de ellas defenderá con ahínco: herencia bíblica, adicción al trabajo o, simplemente, porque no tienen opciones distintas. Válido. Pero los hechos demuestran con números reales que cada vez más profesionales, casi todos centennials y millennials, abrazan la tendencia laboral conocida como Renuncia Silenciosa o Gran Renuncia, a la que se le identifica en inglés como quiet quitting, mientras que en China se refieren a ella como ‘Tan Ping’, que significa acostarse boca arriba.

En definitiva, vienen a ser lo mismo: la máxima expresión del hartazgo de una vida carente de sentido. O, al menos, del que quisieran darle las personas que por voluntad propia deciden reducir su rendimiento laboral, pero sin llegar a renunciar. Sí, hacen lo mínimo durante su jornada, se marchan antes de su hora de salida si es posible y jamás contestan un mensaje por fuera de su horario.

En el fondo de todo, además del siempre necesario equilibrio entre la vida personal y profesional, lo cual es bastante sensato para evitar terminar estresado, chamuscado o agotado, aparece también un evidente malestar laboral que las empresas u organizaciones no deberían desconocer porque eso equivale a lanzarse piedras en su propio tejado. No les conviene.

En Colombia, donde las consultoras laborales advierten que cinco de cada diez trabajadores muestran señales de haber agotado su batería por exigencias difícilmente alcanzables, los padres o personas mayores suelen cuestionar decisiones como las renuncias silenciosas de sus hijos o de los jóvenes en general. No es vagancia ni procrastinación. Claro, no son sus tiempos, aunque también es cierto que el palo no está para cucharas. Así que lo más pertinente sería que las empresas o compañías se dieran a la tarea de revisar su clima organizacional. Tal vez se darían cuenta que no solo son parte del problema, sino que tampoco aportan a la solución.

Retomar el control de la vida, fijándose metas posibles como más oportunidades de crecimiento laboral, de reconocimiento profesional al esfuerzo y de una mejor retribución económica son parte del nuevo relato que nos construyó el covid. No parece una moda pasajera, esta nueva cultura que prioriza el bienestar llegó para quedarse y los empleadores deberían entenderlo para actuar en consecuencia ofreciendo condiciones laborales prósperas para todos.

Encontrar un remedio que concilie a unos y a otros con políticas, actitudes y mensajes que alivien el desencanto ahorrará muchos dolores de cabeza a quienes se sienten prisioneros de trabajos que perciben casi como trampas insalvables en sus vidas.