Nuestra sociedad ha naturalizado la estratagema de que la mejor defensa es un ataque rastrero. Aunque casi nunca esa pirueta sale bien. Quienes hablan con frases cargadas de veneno para emponzoñar el ambiente por donde pasan son conscientes de que cruzan la línea roja del irrespeto con sus interlocutores, generalmente personas que piensan distinto a ellos. Pero en su mal intencionada ruta en la que se ufanan de dinamitar puentes de entendimiento, mientras reivindican las formas más pasionales de la mala educación, no parecen dispuestos a acatar ninguna señal de pare. Saber controlar las emociones es un arte que a muchos no les interesa dominar. ¿Para qué? Si su actitud pendenciera de toda la vida les ha producido significativos réditos personales, profesionales o, en algunos casos, hasta políticos. Ser groseros les enaltece.

Lo que menos preocupa a estos camorreros consumados es el efecto contagio que sus insultos, alaridos o mensajes de rencor, resentimiento u odio provocan en el tejido social. Erosionado por el clima de pugnacidad, del que cuesta librarse, las relaciones se convierten en terreno abonado para constantes enfrentamientos. Ocurren por doquier: en reuniones familiares, sitios de trabajo, torneos de futbol infantil o en la parroquia del barrio. Esta intoxicante e irresponsable actitud que deja entrever un absoluto desprecio por la dignidad humana se extiende velozmente, a tal punto que muchos se expresan ya desesperados, cuando no mamados, del sinfín de altaneros, maleducados y prepotentes, que parecen recién salidos de la caverna y con quienes toca lidiar a diario. ¡Tremendo desgaste de energía, porque la gran mayoría no cambia ni a palo!

Da igual género, origen o condición socioeconómica. Bendecido aquel que no se haya topado todavía con un mal educado 2.0 o que esté libre, por no decir inmunizado, del actual proceso de degradación individual y colectiva que hace parte de la cadena de desastres exacerbados tras la pandemia. Uno más. Aunque bueno, valdría precisar que en el caso de los más jóvenes lo aprendieron por imitación en casa o en redes sociales durante el confinamiento. Otros, los más curtidos en estas lides de la repelencia o antipatía, luego del desajuste originado por la crisis sanitaria, lograron doctorado en apabullar o descalificar a los demás a punta de salvajes diatribas.

Puede ser una prevención infundada o exagerada, pero lo dicho esta semana por la ministra de Trabajo, Gloria Inés Ramírez, a la salida de la reunión con el Consejo Gremial, a la que asistió el presidente Gustavo Petro, en la Casa de Nariño, se escuchó como lo que fue: una manera grosera de minar la valía de sus interlocutores permanentes, con los que mantiene legítimas diferencias de fondo, comprensibles en el ejercicio del debate público. No es admisible que una funcionaria de su nivel, con reconocida experiencia, que debe procurar espacios de concertación con estos sectores, lance la frase: “El síndrome de la Coca-Cola del desierto se acabó” para retratar el nivel de su relación, sin inmutarse. Ella puede pensar o decir lo que quiera, pero esta expresión nada aporta a la construcción del acuerdo nacional que pretende el Ejecutivo que representa. Quienes estiman que la descalificación de la ministra de los dirigentes empresariales con los que libra un pulso por la reforma laboral tiene una base argumental tendrían que valorar cuál es el real mensaje que este envía al país. Ramírez, como su colega de Salud que respondió con cajas destempladas a las EPS o el mismo jefe de Estado, tan suyo en su manera de reaccionar a las críticas, no pueden escudarse en la libertad de expresión para incitar a la libertad de insulto. Una nación tan fracturada como la nuestra no merece más interpretaciones radicales ni incendiarias.

Usar el discurso de la indignación para boicotear la posibilidad de un diálogo razonable sustentado en la discusión de las ideas con aquellos que no toleran ni soportan, sin duda, ha sido para muchos sectores políticos una fórmula rentable. Pero también ha demostrado ser un juego peligroso, revanchista, que caldea ánimos e instala en la vida cotidiana no solo más división, sino estados mentales o emocionales –basta revisar las redes sociales- que validan la grosería, el insulto o el agravio como las únicas formas para relacionarnos. Que alguien con buena educación, sensatez y talante democrático ponga freno a esta pandemia que distorsiona la realidad y nos hace ver como adversarios, cuando no como enemigos.