Como cada año, Nueva York se convierte por estos días en la versión moderna de la mítica Torre de Babel. La Asamblea General de Naciones Unidas, epicentro del debate de la política internacional, reúne a mandatarios y delegaciones de más de un centenar de países que exponen de manera pública o en encuentros bilaterales sus crisis más acuciantes, con la esperanza de encontrar, a ser posible entre todos, mínimos consensos que se traduzcan en soluciones viables. Indudablemente, el escenario es ideal, pero el diálogo es de sordos. Las razones saltan a la vista.

Por un lado, el organismo ha demostrado sus carencias, por decir lo menos, para dar respuesta a los múltiples retos globales que se le acumulan, entre ellos, la inatajable emergencia climática o las crecientes tensiones geopolíticas. Por el otro, los líderes mundiales, en resistencia o negación ante las alarmantes realidades sociales, políticas y económicas, permanecen atrapados en un tiempo que no es consecuente con la avalancha de desigualdades e injusticias que definen este crítico momento, en el que sociedades sin bienestar ni futuro se revelan en extremo vulnerables.

Haciendo gala de una indiferencia excesiva directamente proporcional a su ausencia de responsabilidad, buena parte de ellos ha decidido no asumir riesgos compartidos. Desconcierta que sean los dirigentes más determinantes en el ajedrez global, los tomadores de decisiones, todos sabemos de sobra quienes son, los que pongan palos en la rueda de la larga lista de imprescindibles e impostergables reformas por una cuestión de poder, de intereses particulares o de agendas que compiten entre sí. De manera que en vez de aportar a la solución de los problemas comunes que nos afectan, terminan convertidos en una parte importante de ellos.

El riesgo es que si en un lapso razonable no se retoma la indispensable sinergia global o gobernanza multilateral que permita renovar instituciones o rediseñar la arquitectura financiera internacional, por citar solo un asunto crucial, las divisiones se acentuarán “entre poderes económicos y militares, entre norte y sur, oriente y occidente”, acercándonos a una “Gran Fractura”. Ese el caótico, pero realista horizonte dibujado por el secretario general, Antonio Guterres, en su discurso inaugural, que fue realmente un jalón de orejas. Sus motivos para expresarse desalentado son evidentes, al ser testigo excepcional de cómo se desquicia el mundo.

A las irresolubles fisuras en temas de política exterior, acrecentadas por la invasión de Rusia a Ucrania, guerras o conflictos civiles en curso, nuevos golpes de Estado, además del preocupante avance del autoritarismo, se suma el estancamiento, cuando no el retroceso, de las metas de los objetivos de desarrollo sostenible: la Agenda 2030, a la que se le agota el tiempo. Si no se pone en marcha un plan de rescate global, seguirán descarrilando los propósitos acordados en 2015 que apostaban por construir un nuevo contrato social, erradicar pobreza y hambre, asegurar acceso a la educación y al trabajo digno, enfrentar el calentamiento global con una transición justa y equitativa de los combustibles fósiles hacia las energías renovables y lograr la igualdad de género. Solo en este último ítem, de continuar al paso que vamos, tardaríamos casi 300 años en alcanzarla.

Nada sucede lo suficientemente rápido, pese a que como señaló el presidente Gustavo Petro en su intervención ante la asamblea el pasado martes, se nos superponen las crisis, una suma de desastres de distinta índole llamada ahora la policrisis, sobre todo asociada a los dramáticos efectos del cambio climático. ¿Cómo encararla o encararlas, a tenor de sus múltiples impactos?

Asumiéndolas. Imposible lidiar con ellas si no se reconocen y, especialmente, si los liderazgos globales no actúan bajo criterios o principios de “igualdad, solidaridad y universalidad” para frenar la “disfuncional, desfasada e injusta” vulneración de derechos que expulsa a personas de sus sitios de origen o que exacerba las desigualdades, socava democracias y alimenta violencias. Todo, mientras el camino de la paz se hace más esquivo, se obstruyen los avances alcanzados y la fragmentación gana terreno. La clave la ha dado el propio Guterres: “Necesitamos estadistas, no juegos políticos ni estancamiento”. El que tenga oídos que oiga. Urge determinación porque los plazos se acaban para superar el status quo en el que se encuentra está transición tan caótica.