Las cifras de pobreza o exclusión social en Colombia se asemejan al efecto que produce una montaña rusa. Dependiendo de cómo se interpreten, las emociones suben o bajan. ¿Están preparados? Vamos arriba. Entre 2021 y 2022, 1,3 millones de personas cruzaron la imaginaria, aunque real línea de pobreza monetaria y superaron esa condición. En otras palabras, dejaron de ser pobres. Visto desde esa perspectiva se puede decir que su nivel de vida mejoró gracias a que su ingreso per cápita se situó por encima de $396.864, que es la unidad de análisis del Dane.
Sin embargo, esa sensación de bienestar se desvanece cuando conocemos que aún 18,3 millones de personas viven en condición de pobreza monetaria en el país. Vamos abajo. El hecho concreto es que hubo una reducción de 3,1 puntos porcentuales en la incidencia de la pobreza monetaria, que pasó de 39,7 % en 2021 a 36,6 % en 2022. Tanto en las cabeceras como en centros poblados y zonas rurales dispersas la disminución fue manifiesta. Excepto en tres ciudades del Caribe: Sincelejo, Cartagena y Montería, lo cual no es un asunto menor porque exige detenerse a revisar las variables que explican este fenómeno. Sería valioso que sus gobernantes se ocuparan de ello.
Si bien es cierto que la reactivación de la economía el año anterior, cuando el país creció 7,5 %, consecuente además con la recuperación del mercado laboral tras el choque de la pandemia, allanó el camino para que más personas salieran de la pobreza, llama la atención que estas capitales de la Costa, a diferencia del resto de las ciudades del territorio nacional, no lo consiguieran. Insisto, ¿qué pasó? Aunque la directora del Dane, Piedad Urdinola, precisó que “el cambio en ninguna de ellas fue estadísticamente significativo”, cabría preguntarse qué tanto repercutieron en sus dificultades para dar un vuelco a esta tendencia factores en los que coinciden, como las elevadas tasas de desempleo e informalidad, las altas tarifas de la energía, la falta de acceso a servicios básicos, el bajo logro educativo o el rezago escolar de su población.
Conociendo el desalentador panorama que afronta, toda una tormenta perfecta que se ensaña contra su gente más vulnerable, no extraña que en 2022 Sincelejo fuera la ciudad que registró la línea de pobreza monetaria extrema más baja de todo el país: $174.781 frente al promedio nacional, que fue de $198.698 mensuales por persona. En ese durísimo escenario, que revela la precariedad de hogares que no ingresan lo suficiente para cubrir sus gastos esenciales, sobre todo los de alimentación, resulta imprescindible reconocer que todas las capitales de la región Caribe se rajan. Repuntan en menor o mayor proporción su incidencia de personas en esta condición, las que menos Valledupar y Barranquilla. También ocurre a nivel nacional, donde se estima que 6,9 millones de personas, 130 mil más que un año atrás, viven hoy con $6,623 al día.
Esta insoportable realidad de miseria es la que no debería pasar desapercibida para los candidatos a las elecciones regionales de octubre que en ocasiones centran sus propuestas en asuntos irrelevantes que no responden a la quiebra social a la que se ven abocadas decenas de miles de familias a las que les cuesta, pese a que se diga lo contrario, pagar el mercado, los recibos de los servicios públicos, la hipoteca de la casa, el transporte o el colegio de los niños. A muchos se les ha mejorado la mano, de eso no tenemos duda, pero a otros la cosa les ha ido a peor. Esa es la verdad. La reducción de la pobreza también pasa por reducir desigualdad. El crecimiento económico que no veremos en el corto ni en el mediano plazo tiene que apuntar a ambas.
En Barranquilla, la quinta ciudad que más redujo pobreza en Colombia, se hace la tarea. Sectores como el comercio, industrias manufactureras y actividades artísticas han sido claves para consolidar su reactivación económica y social, tras lo peor de la pandemia en 2020. La pobreza que en ese momento se acercó al 42 %, se sitúa ahora en 35,7 %, 3,7 puntos porcentuales menos que en 2021. Aún queda mucho trabajo por delante para volver al índice de pobreza de 2019, que fue de 25,7 %, producto de una disminución sostenida desde 2013, cuando alcanzó el 38 %.
El aumento en el costo de vida, la actual política monetaria y las tarifas de energía, siempre la energía, no nos lo han hecho más fácil. Frente a tantas incógnitas, entre ellas los efectos que produciría la reforma laboral, lo único que nos queda a los ciudadanos es demandar a nuestras autoridades, las actuales y las que salgan electas en octubre, que tomen las decisiones más adecuadas para todos, no para unos cuantos. Ningún discurso triunfalista sobre el control de la inflación o lo que sea será sostenible, mientras la gente la siga pasando tan mal como hasta ahora.