Nadie con un mínimo de sensatez, pero sobre todo de humanidad, podría desconocer o, aún peor, negar la catastrófica situación humanitaria de los habitantes de Gaza.


Tras más de una semana de inclementes bombardeos de Israel se ha agravado, terriblemente, el inexorable bloqueo que soportan desde 2007, cuando Hamás asumió el control del territorio, del que han salido más de un millón de personas presionadas por el inaceptable ultimátum del ejército israelí.


Tampoco es coherente, en términos de compasión o solidaridad ni frente a los principios del derecho internacional humanitario, resistirse a condenar el salvaje e indiscriminado ataque terrorista de los milicianos de Hamás que asesinaron a 1.400 personas, entre ellas a una pareja colombiana.


En tanto, como se temía, convirtieron a los cerca de 200 secuestrados, casi todos civiles, en moneda de cambio para exigir la salida de 6 mil de sus presos de las cárceles israelíes.


Ciertamente, Oriente Medio se ubica al borde de un desastroso abismo, en el que se también se multiplican los llamados de gobiernos, organizaciones humanitarias y líderes religiosos de varios credos, como el papa Francisco, para que se detenga el río de sangre inocente desatado por la carnicería de Hamás en el sur de Israel y la desproporcionada ofensiva del Estado judío en Gaza.


Tratar de entender el porqué del nuevo estallido de violencia que involucra a estos históricos rivales resulta complejo, pero se puede intentar. Lo que no tiene viabilidad alguna es pretender justificar las atrocidades cometidas por unos y otros para saciar su insano deseo de venganza, instigado por el odio que se profesan los sectores más radicales de ambos lados.


En ese sentido, en aras de la verdad, la justicia y el humanismo, cabe decir que ni Palestina es Hamás, ni todos los israelíes respaldan la ofensiva contra los gazatíes, ni tampoco la ocupación de sus tierras.


En un momento crítico, en el que las tensiones globales escalan, el frente abierto por el presidente Petro con Israel, a través de su red social X, donde ha empleado una desafiante e inapropiada retórica, más cercana al activismo que al lenguaje de la diplomacia, llegando a comparar el campo de concentración de Auschwitz con la situación en Gaza, pero, sobre todo, su renuencia a condenar el ataque de Hamás, nos ha situado en una posición comprometedora. Así que era cuestión de tiempo para que se conociera el efecto de tan delirante e infortunada actitud.


La primera, Israel anuncia que frena sus exportaciones de equipos de seguridad. Determinación a la que el jefe de Estado responde con un tono aún más belicoso, casi pendenciero, advirtiendo que si toca suspender las relaciones exteriores con ese país, pues se suspenden porque “Colombia no apoya genocidios”. ¿Y quién con claridad meridiana lo hace?


Con sus usuales galimatías, Petro, que no es un ciudadano más, sino el máximo representante del Estado colombiano, procura adentrarnos en un falso dilema, como si esto fuera una cuestión de buenos o malos, revanchismos, dignidad o chantajes, para dominar el relato basado en su punto de vista.


¿A qué otro laberinto nos conducirán las posturas personales del mandatario, expresadas públicamente a punta de trinos, porque es evidente que no son el resultado de un consenso de nuestra política exterior, sino que reflejan su sentir frente a este conflicto? Poniendo el foco en sus apreciaciones particulares, Petro pone en juego la fiabilidad internacional de la nación entera.


No puede ser más patético el papelón del canciller Álvaro Leyva en esta coyuntura en la que la diplomacia, como lo demuestran las gestiones de Estados Unidos, la Unión Europea y ciertos países árabes, es la punta de lanza para poner fin a la acción militar, permitir el acceso de la asistencia humanitaria a la asediada Gaza y, sobre todo, evitar una escalada regional.


A cambio lo que tenemos aquí es un presidente tuitero que, fiel a su manera de entender el poder, desbarata con trinos, cada uno más desafortunado que el anterior, la política exterior de Colombia. ¿Qué más nos espera en esta espiral de rencores o resentimientos, sustentados en sus graves señalamientos que deterioran las relaciones con un país que era considerado un aliado?


Quienes coincidimos en que la guerra es el fracaso de la razón, creemos que buscar la paz entre Israel y Palestina, el fin de la ocupación, y, en definitiva, una salida viable para los palestinos que allane la convivencia armónica de ambos pueblos, aunque ahora parezca impensable, resulta un imperativo moral al que no se debería renunciar. De lo contrario, el círculo de la violencia en Oriente Medio jamás se cerrará.


La causa de una solución común necesita sumar aliados, no nuevos adversarios, como ahora nos califican algunos actores claves de esta crisis que demanda mesura, cabeza fría y credibilidad, las que ahora parece que hemos extraviado, sin remedio.