Vivir hasta los 100 años ya es todo un récord, ahora la ciencia estima que llegar a los 120 podría ser perfectamente posible. ¿Le interesaría alcanzar esa edad? La Biblia asegura que el patriarca Abraham murió a los 175 años. Prolongar la existencia en condiciones saludables, por supuesto, se ha convertido en el nuevo reto de equipos de científicos de todo el mundo que libran una carrera, literal, contra el tiempo.

Detrás de esta industria con fondos multimillonarios, por cierto, que apuesta por ralentizar el envejecimiento se encuentran grandes inversionistas, compañías farmacéuticas, organizaciones sin ánimo de lucro, y, claro, algunos de los hombres más ricos del planeta, como Jeff Bezzos, de Amazon, o Larry Page, de Google, quienes no solo quieren vivir largamente, sino convertir a las empresas biotecnológicas en el nuevo motor de riqueza global.

El asunto va en serio. No se trata de ofrecer remedios naturales o unas cuántas recomendaciones para mejorar la calidad de vida durante la vejez. No, eso ya existe. Lo que buscan los investigadores, entre ellos varios premios Nobel reclutados por los más prestigiosos centros de antienvejecimiento internacionales es explorar, descubrir y desarrollar tratamientos absolutamente innovadores con fármacos, hasta ahora testeados en animales con resultados esperanzadores, capaces de retrasar, detener o, incluso, revertir el natural deterioro fisiológico, consecuencia de hacernos mayores por el paso de los años. Es un ejercicio constante de prueba y error, que se estima en la nada despreciable cifra de 610 mil millones de dólares hasta el 2026.

Cada paso se evalúa en medio de un secretismo razonable por los alcances que podrían darse en esta creciente industria que no se libra de potenciales riesgos. Lo que ha trascendido, en la medida en que nuevos inversionistas se dejan seducir por los optimistas avances de las investigaciones de estos Prometeos de la longevidad e insuflan más recursos, es que tardarán unas dos décadas en desentrañar los mecanismos biológicos para evitar que desarrollemos alzhéimer, párkinson, cáncer, patologías cardíacas o que suframos un accidente cerebrovascular, entre otras enfermedades neurodegenerativas asociadas a la edad. Asunto de tiempo y de dinero, el que ahora corre a manos llenos en un sector apetecible por sus muchas posibilidades.

En el fondo de esta jugada a mediano plazo aparecen una batería de medicamentos antiedad o senolíticos, terapias de sustitución mitocondrial y, en general, programas de reprogramación y rejuvenecimiento celular, que cuál elixir de la vida, todos mejorados, intervendrían en nuestros habituales procesos biológicos para agregar varias décadas más a la actual esperanza de vida, que en el mundo es de 72 años, en promedio, y en Colombia, supera los 76 años.

Dicho de otra forma, envejecer menos y, para ser más precisos, mucho mejor: ¡de manera realmente saludable! El bienestar físico parece bastante garantizado, más no así la salud mental o neurológica. El cerebro es un universo del que se sabe poco y en él, podría estar la clave de todo.

Mientras los científicos trabajan en sus cuarteles de antienvejecimiento, financiados por los fondos que han aportado las cabezas de los gigantes tecnológicos, rara vez por recursos públicos de gobiernos o entidades oficiales, la discusión debería empezar a ocuparse de cómo se garantizará que los avances en longevidad, que supondrán una absoluta revolución socioeconómica, alcancen a las personas de escasos recursos. ¿O es que solo los ricos podrán ser jóvenes, saludables y productivos por muchos más años? Sería inaceptable sumar nuevas desigualdades a un mundo tan asimétrico.

Que la gente viva más tiempo gracias a las innovaciones de la biotecnología trae consigo consideraciones importantes, como la extensión de la vida laboral, la reducción de gastos en salud de los estados en personas mayores y enfermas, o los desequilibrios intergeneracionales, entre otras. Pero, sobre todo, implica cuestiones éticas y morales que no se pueden soslayar, y, la verdad, no parece que estemos preparados para ellas.

Un buen comienzo sería valorar a nuestros mayores, cada vez más acorralados ante la implacable expansión de actitudes edadistas: esa intolerable discriminación frente a la vejez, con creencias y estereotipos que desencadenan problemas adicionales de salud física y mental en los afectados. Perder el miedo a envejecer, lo que se conoce como gerascofobia, es un reto que como sociedad tenemos todos. Alcanzar larga vida parece viable, pero mientras llega disfrutemos de las distintas etapas de nuestra existencia, viviendo cada día como si fuera único, pero también el último.