¿ En qué momento el Atlántico se convirtió en uno de los departamentos donde se cometen más masacres en Colombia? O, ¿cómo es posible que hechos tan graves se nos volvieran paisaje y apenas generen tímido estupor en unos cuantos?
Debe ser una consecuencia más de la inexorable deshumanización de una sociedad anestesiada por la indiferencia: los muertos de los demás no nos importan. También sucede con otros delitos, como la extorsión o los abusos sexuales, que solo resultan relevantes cuando tocan a nuestra puerta. Luego, nos quejamos de que nadie nos hace caso cuando levantamos la voz pidiendo solidaridad o un poco de compasión.
En medio de esta crisis de seguridad, porque ciertamente afrontamos una de profundo calado y, además, desde hace rato, ¿para qué negarla o decir lo contrario?, no se ve, por el momento, a autoridad administrativa alguna dando la cara u ofreciendo respuestas coherentes a estos interrogantes que deben centrar la atención ciudadana para exigir responsabilidades ante un problema complejo, al que no se le ve solución definitiva, ni siquiera parcial, pese a sus sucesivos diagnósticos.
Llevamos años girando sobre un mismo punto, siendo testigos silentes de cómo se crecían los enanos, los cachorros del crimen, que hoy nos mantienen sitiados. Nueve masacres se han registrado en el Atlántico en 2023, casi el doble de las perpetradas en 2022 y todavía faltan dos meses para cerrar el año. Las más recientes ocurrieron en un lapso de 48 horas, en Malambo y Soledad, con 4 y 3 víctimas mortales, respectivamente.
Excepto Galapa, ningún territorio del área metropolitana de Barranquilla se ha librado de estos lamentables episodios de máxima violencia que han segado la vida de 31 personas, en su gran mayoría adultos jóvenes. Incluso de menores de edad, como Manuel Domínguez, de 16 años, quien iba camino a un quinceañero en Malambo cuando, en su huida, el sicario que disparaba sin piedad lo asesinó.
Si esto no es motivo de alarma social, qué más podría serlo. ¿Dónde están los mandatarios de esos territorios? ¿Por qué cuando suceden las masacres apenas dan la cara, como si trataran ex profeso de evitar que los asociaran a ellas? Si bien es cierto que van ya de salida, el acelerado deterioro del bienestar ciudadano registrado durante sus mandatos ha demostrado que les quedó grande el reto de ofrecer garantías de seguridad y convivencia pacífica a sus gobernados.
Ciertamente, el Estado tampoco ha sido el mejor aliado en este desafío: ni antes con Duque ni ahora con Petro. En definitiva, el riesgo es que se caiga en una desinstitucionalización irreversible. Con macabra exactitud, como si compartieran un único manual, las incursiones de los sicarios de las estructuras criminales locales reproducen un mismo modus operandi. Como es de esperarse, la incesante lluvia de balas que se desata en lugares públicos, incluso en espacios privados, no discrimina a quienes allí están o transitan, de manera que buena parte de los fallecidos y lesionados en estos pavorosos ataques son víctimas inocentes que engrosan el penoso listado de las fatalidades. A la gente más humilde la matan y nadie dice ni hace nada, no como se esperaría.
Lamentable historia que se repite, como constatamos en EL HERALDO. Y es así porque en los barrios pobres de Soledad, municipio que acumula cinco masacres este año, también en sectores vulnerables de Barranquilla y en Malambo, donde la criminalidad no deja de escalar, se vive con temor. Quien diga lo contrario, miente o se engaña.
El miedo paraliza, y a riesgo de perder la vida nadie parece dispuesto ni interesado en relatar su calvario a causa de las batallas por el control de las rentas ilícitas entre las estructuras criminales de ‘los Costeños’, liderados por Jorge Eliécer Díaz Collazos, alias Castor, y la de su rival, Digno Palomino, otrora socio delictivo, al frente de ‘los Pepes’, su facción disidente. Ambos están presos, por cierto, lo cual no deja de ser meramente anecdótico. Más allá de las recompensas anunciadas por la Policía Metropolitana por información o de las capturas de los autores materiales, en el fondo del fondo, la realidad poco o nada varía.
O bueno, sí, empeora por las despiadadas cuentas de cobro que unos y otros se pasan, a modo de retaliaciones inacabables. Como aves de mal agüero, tras un asesinato selectivo, masacre o intimidación extorsiva, muchos anticipan que será cuestión de tiempo para que se produzca el próximo zarpazo del crimen. Los que parece que no se enteran son las autoridades, que mientras continúen uno o más pasos detrás de la ilegalidad solo llegarán a tiempo para levantar los cadáveres de las víctimas. El domingo se elegirá a los nuevos gobernantes. Candidatos, no se equivoquen. Sin duda, la seguridad necesita inversión social, educación y empleo, pero también firmeza para que las redes criminales no sigan arrinconando a los atlanticenses a vivir con terror.