Más de una semana después de las elecciones regionales en Colombia, los efectos de la pugnacidad política aún se sienten en el territorio nacional. De acuerdo con los reportes documentados por la Defensoría del Pueblo, al menos 127 protestas violentas, asonadas y otros serios disturbios se han registrado en los últimos días, el 83 % tras las votaciones, en departamentos con antecedentes de conflictividad social, entre ellos Cauca, Bolívar, Córdoba, Santander y Chocó. No es coincidencia que en esas mismas regiones estructuras armadas ilegales ejerzan un férreo control territorial y social que vulnera derechos y libertades de sus habitantes.
Estas perturbaciones no fueron en todos los casos expresiones espontáneas de descontento popular para rechazar decisiones o resultados electorales, lo cual, bajo ninguna circunstancia, justifica las vías de hecho. Tras la zozobra inicial, las investigaciones revelan que buena parte de los desórdenes que derivaron en acciones criminales fueron planeados. El peor, el asesinato de la funcionaria de la Registraduría Duperly Arévalo, quemada vida en Gamarra, Cesar, durante el ataque contra sus instalaciones: un acto premeditado, instigado y ejecutado por varios candidatos locales que se confabularon para forzar una nueva elección, tras la inhabilitación de uno de ellos. Están identificados. Pues bien, que la justicia actúe, y cuanto antes, para que este acto de extrema crueldad no quede en la impunidad. A nadie le debe resultar gratis hacer tanto daño.
Como si fuera un dominó, la tensión fue en aumento, desatando nuevos actos de exacerbada violencia que se tradujeron en destrucción e incineración de material electoral, quema de sedes de la entidad, además de la suspensión de escrutinios por riesgos de seguridad. Etapa que aún se desarrolla en varias regiones, en medio de denuncias por ausencia de garantías.
Es hora de abordar una necesaria reflexión sobre la actual crisis de legitimidad o de confianza en las instituciones estatales que lleva a los ciudadanos a concluir que si ellos no resultan favorecidos, en este caso en las urnas, es como consecuencia directa de acciones fraudulentas. Sin duda, en algunos casos las habrá y les corresponderá a las instituciones avocar su conocimiento. Preocupa, eso sí, que las comunidades decidan usar la violencia para exigir justicia o la garantía de sus derechos, desconociendo la labor de notarios o jueces. Algo funciona mal en nuestra sociedad, cuando esta es la forma elegida para gestionar quejas o tramitar las diferencias.
No es aceptable que pasando por encima de los mecanismos legales vigentes y de la autoridad de las entidades encargadas de validar el proceso electoral, un puñado de personas contrariadas e insatisfechas encontrara razonable desconocer la voluntad ciudadana, destruir lo que tenía a su alcance y enfrentarse a la Policía para obligar a nuevas votaciones. Lamentable la actitud de representantes de organizaciones políticas y de Grupos Significativos de Ciudadanos que, en el peor momento de esta fortísima crisis, jugaron a ser convidados de piedra quedándose callados.
Sustentados en la tendencia maniqueísta que ha hecho carrera en el poder político de creer que a los míos les asiste la razón y que mis adversarios jamás la tienen o inspirados en la insaciable búsqueda de confrontación de ciertos líderes, comenzando por el propio presidente Gustavo Petro -dedicado a interpretar a su manera los resultados electorales-, la violencia parece haber desplazado al diálogo como la forma legítima de defender derechos y reivindicar diferencias. No se trata de no tenerlas, eso sería insensato. Lo peligroso es que se apele a la violencia como la vía para resolverlas. Nos enfrentamos a una lógica perversa que exige ser desmontada con celeridad antes de que continúe profundizando la fractura de una sociedad enardecida por las posiciones extremistas de quienes apuestan por hacernos desbarrancar, acentuando la crispación social, en una carrera absurda por cazar peleas, dinamitar puentes de entendimiento, armar trincheras o instrumentalizar a la opinión pública. Todo lo cual es bastante decepcionante.
Aunque a punta de batacazos, los colombianos han aprendido a hacer de la necesidad virtud, se percibe un ambiente de desazón e incertidumbre por el presente y ni hablar del futuro, que los analistas describen como el efecto de un desgobierno. Sin caer en el pesimismo si no atendiendo al aumento de la polarización política y de la conflictividad social, conviene que los círculos de poder, comenzando por el del jefe del Estado, atiendan estas alarmantes señales sin evasiones, victimismos ni lecturas revanchistas, abandonando su actitud contestataria y dando paso a un diálogo posible con talante conciliador que gestione las diferencias, las respete, y busque consensos, so pena de seguir erosionando la democracia, con sus nefastas consecuencias.