La tolerancia no permite ninguna forma de intolerancia. La paradoja del filósofo Karl Popper, tan vigente siempre, retrata con gran acierto el desafío cada vez más categórico de las sociedades modernas que hoy intentan erradicar o, al menos, detener la creciente espiral de odio que se ha ensañado en destruir la dignidad de las personas: el lamentable menosprecio de la vida humana.
En tiempos hostiles como los que corren, en los que el irrespeto, la intransigencia o la animadversión hacia personas y colectivos se manifiestan a través de reprochables formas de discriminación, segregación o estigmatización, urge entender que la intolerancia es en sí misma una expresión de violencia que bajo ninguna circunstancia ni causa en particular se debe normalizar o banalizar, como sucede en la actualidad. Hacerlo atenta contra el reconocimiento de los derechos humanos universales y las libertades fundamentales de nuestros semejantes.
Este jueves, como cada 16 de noviembre, la Unesco conmemoró el Día Internacional de la Tolerancia, advirtiendo sobre el alarmante incremento de los discursos de odio sustentados en absurdas teorías conspirativas, prejuicios religiosos, raciales, de género o basados en la orientación sexual que están instigando posturas extremistas, radicalismos violentos y conflictos.
Se expanden en tiempo real a velocidades fuera de lo común por conducto de la jauría de odiadores digitales, también llamados ‘haters’, que viven en el universo de las redes sociales. Sí, nos movemos en una atmósfera ponzoñosa que envenena especialmente a los jóvenes, blanco preferido de líderes tóxicos de opinión que viralizan mensajes dañinos e información falsa con intereses predeterminados. Con total impunidad propagan odio, lo enseñan para naturalizarlo. De ahí, la importancia de identificarlos, de denunciar sus contenidos y de alfabetizar mediática y digitalmente a la sociedad para que reconozca o distinga cómo se manipula. Educar para la tolerancia es la clave para no ser víctima de la desinformación; también para desaprender a odiar.
Si las redes sociales son un espacio predilecto de los intolerantes para construir su espurio relato con el fin de movilizar sentimientos primarios en quienes interactúan con ellos, el otro se sitúa en el escenario político. La polarización que nos ha arrinconado hasta el punto de la confusión se retroalimenta del lenguaje pendenciero e injurioso de quienes ejercen el poder, acostumbrados a desacreditarse e irrespetarse en la esfera pública dando pésimo ejemplo. Escupen odio. Olvidan que se puede estar en desacuerdo, criticar o disentir, pero sin pisotear la dignidad de los demás.
La suma de crisis que en Colombia pone a prueba las bases del Estado de derecho demanda un talante democrático excepcional que nuestra dirigencia no siempre demuestra. Esta semana, la quema de un muñeco con el rostro del presidente Gustavo Petro en una protesta convocada por la oposición contra la reforma a la salud desdibujó el sentido de su movilización. Hasta el propio jefe del Centro Democrático, el exmandatario Álvaro Uribe, censuró el acto que incitó al odio. Desmarcarse de estas agresiones es lo correcto.
Será difícil enviar a los ciudadanos un mensaje que ponga en valor el respeto, la aceptación por el otro más allá de las diferencias, si dejamos que la intolerancia política siga ganando terreno. El jefe de Estado, sus ministros y los congresistas oficialistas también lo deberían entender así para apartarse de discursos que definen nuestra realidad en clave de amigos o enemigos. La campaña electoral acabó, los hechos son evidentes, no se trata de percepciones: la economía se hunde, la seguridad se deteriora cada día, la paz total se estancó, las reformas sociales no prosperan en el Legislativo y hasta aliados políticos, como el partido ASI, deciden tomar distancia desencantados por la falta de ejecutorias.
Sin diálogo, concertación, respeto ni entendimiento transitaremos hacia un desgobierno paralizante que abonará el terreno para más crispación o polarización política, alejando aún más la ocasión de pactar un imprescindible acuerdo nacional que garantice convivencia y tolerancia. Que el tinto de la próxima semana entre Petro y Uribe, uno más, sea el definitivo para abonar el camino del reencuentro, de la moderación, de la confianza que la ciudadanía demanda sin más.