La escasa conciencia sobre la importancia de la seguridad vial sigue cobrando vidas en el Atlántico. Escandaliza, también conmueve profundamente, que en uno de los recientes puentes festivos, cuatro motociclistas fallecieran en Barranquilla y Baranoa. Todos hombres jóvenes que conducían sus vehículos en la noche o la madrugada, cuando se produjo el fatal choque que puso fin a sus historias. En Barranquilla, según la Agencia Nacional de Seguridad Vial (ANSV), 112 personas han muerto este año en siniestros viales, 212 en todo el departamento, cifra que Medicina Legal eleva a 238. No es menor que 133 de las víctimas mortales se desplazaran en motocicletas.
Como es lo esperado, las autoridades investigan las causas de los siniestros: si se omitieron señales de tránsito, violaron normas, se circulaba con exceso de velocidad o si habían ingerido alcohol o sustancias sicoactivas. No solo se busca cumplir con los procedimientos de rigor. Caracterizar cada situación de riesgo para obtener datos confiables es esencial a la hora de diseñar políticas y tomar decisiones para salvar vidas. Algo que estamos en mora de hacer mejor.
Razones existen de sobra para que la seguridad vial sea un tema prioritario en la agenda pública nacional. Inexplicablemente no lo es, pese a que los siniestros viales representan el 28,6 % de las muertes violentas en el país. Hasta septiembre de 2023, antes de iniciar el trimestre más difícil del año, 6.156 personas ya habían fallecido en vías urbanas y rurales: 3.921 motociclistas y 1.273 peatones, mientras que otras 21 mil habían resultado lesionadas. En 2022, fueron 8.702 los muertos, 13 % más que un año atrás, siendo Atlántico el cuarto territorio con mayor incremento de fatalidades y el primero donde se realizan más reclamaciones por casos con ‘vehículos fantasma’.
En el detalle, las tasas de siniestralidad en ascenso durante los últimos años, exceptuando el de la pandemia en 2020, reafirman la necesidad de que se revisen los actuales paradigmas de seguridad vial o de que, al menos, se implementen de modo más pertinente, ajustándolos a las realidades locales. Parecería que las estrategias puestas en marcha, tanto a nivel nacional como territorial, no tienen ningún eco en la ciudadanía ni producen una convergencia de acciones efectivas entre aquellos que bien deben esforzarse para erradicar la tan extendida violencia vial.
A la ya usual desarticulación de gobiernos -en sus distintos niveles- con departamentos de policía, entidades oficiales de tránsito y otros órganos burocráticos, buena parte de ellos de cuestionable eficiencia, toca añadirle el rosario de falencias que chocan de frente contra una movilidad segura.
Que nadie pase por alto que este es un derecho humano que a todos nos asiste, no un favor que nos hacen las autoridades de turno. En sus oportunos diagnósticos, grupos de la sociedad civil y de la academia, como la Fundación Liga contra la Violencia Vial o Conduce a 50, Vive al 100 ofrecen claves sobre lo que debería replantearse para cambiar la forma como nos movemos. Desde la laxitud en el otorgamiento de las licencias de tránsito, en particular para los motociclistas, las deficiencias en la reglamentación técnica para los vehículos, los escasos avances tecnológicos para prevenir conductas temerarias, la resistencia de las administraciones para disminuir velocidades en determinados entornos, hasta la inequitativa distribución del espacio público o las infraestructuras inseguras que pasan una factura impagable a los actores más vulnerables.
Lo más desafiante en todo caso es cómo repensar hábitos, tan arraigados como perniciosos, que inducen, en especial a los más jóvenes e inexpertos a hacerse daño cuando manejan, casi de manera inconsciente. Con el agravante de que cuando incurren en sus comportamientos individuales no solo arriesgan sus vidas, sino que transfieren el riesgo a los demás, convirtiendo las vías en un territorio minado. Educar, prevenir y sancionar se debe asumir como una tarea perentoria e irrenunciable ante la que no podemos darnos el lujo de ceder ni un solo milímetro
Si bien es cierto que el factor humano es el de mayor incidencia en los siniestros viales, todas las fatalidades son evitables. Entenderlo resulta clave. Nadie se puede sentir exonerado de acatar normas de tránsito tan básicas como usar casco, ponerse el cinturón, no mezclar alcohol con velocidad o evitar el celular. Prudencia, claro, pero también firmeza en controles y sanciones. Al final, un asunto de respeto, de voluntades políticas y de autocrítica para reconocer errores, asumir responsabilidades y definir compromisos que viabilicen normas que endurezcan las actuales leyes irrelevantes. En memoria de las víctimas de siniestros viales, fecha global que se conmemoró ayer, hagamos un esfuerzo adicional para ponernos en sus zapatos y en los de sus familias para exigir que las instituciones adopten acciones inmediatas para detener esta barbarie.