El asesinato a golpes de Samuel Cárcamo, de 6 años de edad, nos confirma que somos una sociedad incapaz de llegar a tiempo para evitar que crímenes tan escalofriantes como este ocurran. Es inaudito que sus personas cercanas, entre ellas familiares y vecinos, admitan ahora que era frecuente verlo en los últimos meses con moretones en el rostro, golpes en las costillas, mordeduras o quemaduras en el cuerpo, pero aun así decidieran quedarse calladas, sin hacer nada, como tratando de autoconvencerse de que no pasaba algo espantoso en ese hogar, de modo que no tenían por qué ocuparse de denunciar las torturas que a diario padecía el pequeño.
Nada le devolverá la vida a Samuel, pero que la conmoción que ha causado su asesinato, que podríamos catalogar como la crónica de un brutal crimen anunciado, según revelaciones de quienes por negligencia, miedo o indiferencia actuaron como si fueran cómplices de la crueldad de los victimarios, nos conduzca a una impostergable reflexión colectiva sobre el por qué la violencia se ha convertido en parte de la cotidianidad de nuestros niños, niñas y adolescentes.
Como una manera de honrar su memoria, también de expiar las responsabilidades culposas de su entorno, el crimen de este ángel nos debería servir como revulsivo a los adultos para entender que mientras miremos hacia otro lado, atrocidades similares se repetirán una y otra vez en nuestras narices. Si es que aún nos queda algo de humanidad, empecemos a ser conscientes de que en nuestras manos está actuar para prevenir más crímenes de inocentes, víctimas de las peores formas de violencia. No normalicemos castigos violentos ni maltratos, eso solo es abuso.
El hogar de Samuel en Barranquilla, supuestamente el espacio más seguro para él, fue el lugar donde lo mataron. También era el sitio donde lo golpeaban con frecuencia, obligaban a “dormir de pie como un loro”, según el mismo pequeño relataba a los inertes testigos de su sufrimiento, y donde, adicionalmente, habría sido objeto de vejámenes sexuales. Todos los indicios señalan a su padrastro, Elio Enrique Bracho Briceño, de 31 años, quien lo cuidaba, cuando su madre, Rossana Chaurio Zambrano, estaba fuera de casa. Perturba imaginar el suplicio de esta criatura.
“Hemorragia en musculatura del cuello y trauma con objeto contundente en el tórax anterior”, reseña con otros aterradores detalles el dictamen de Medicina Legal sobre las causas de la muerte. Bastaría decir que lo masacraron a golpes, los mismos que recibía de su padrastro, a tenor de lo que Samuel le contaba a otras personas, quizás con la remota esperanza de que algún superhéroe, de esos que salen en el cine o la televisión, lo rescatara del villano al que decía temerle, y con toda razón porque le provocaba un enorme daño físico, sicológico y emocional.
Le faltó tiempo para encontrar a ese titán que lo salvara de su agonía. Nadie, ni siquiera su madre, de acuerdo con lo señalado por el fiscal del caso que ha pedido que la investiguen, intervino en su defensa. Samuel, como otros pequeños, en vez de hallar a seres que lo amaran, protegieran y respetaran, se topó con personas sin alma, con monstruos que lo sometieron a las peores salvajadas hasta que apagaron su luz. A los seis años no se cuentan con recursos para escapar del infierno, aunque él lo intento. Habló, pero no fue escuchado; su cuerpo magullado también lo hizo, pero prefirieron no verlo. Que la justicia hable por él y que no se olvide que su familia se mudó de barrio para borrar el rastro de su infamia. Sin embargo, las pruebas de su dolor quedaron esparcidas por muchas partes de la ciudad, basta reunirlas para armar el rompecabezas.
Samuel ya no sufre, pero su drama se replica por doquier. 40 mil niños, niñas y adolescentes han sido víctimas de violencias este año en Colombia, 123 por día, dice la Defensoría del Pueblo. Cada historia nos estalla en la cara para recordarnos que no hacemos lo suficiente para garantizar los derechos de los menores. Ni antes ni ahora las instituciones, tampoco la sociedad, genera mecanismos de protección efectivos para impedir que abusadores o maltratadores les roben sus infancias.
Si no priorizamos estos temas en la agenda pública de los próximos mandatarios territoriales, continuaremos dando tumbos sin saber cómo detectar señales, impartir educación preventiva ni fortalecer la labor de entidades superadas por los obstáculos que dificultan el acceso de las víctimas a la justicia. Surgen preguntas, lamentablemente el Estado no tiene las respuestas. Tratemos nosotros de contestarlas, entre ellas, ¿por qué no se pudo evitar el crimen de Samuel?