Como pólvora se extienden por el mundo movimientos de padres y madres que buscan retrasar todo lo que sea posible la entrega de dispositivos móviles a sus hijos. La más reciente movilización se dio en España, donde miles de familias se unieron a través de aplicaciones digitales en grupos para fijar límites en el uso de teléfonos inteligentes, tabletas y pantallas en general, respecto a la edad de inicio y de espacios en los que no deberían ser permitidos, entre ellos, los centros educativos. Como era de esperarse, la polémica se encendió entre abanderados y detractores.

¿Quién debería asumir la responsabilidad de formar a niños, niñas y adolescentes para que sean capaces de darle un buen uso a la tecnología: la casa o el colegio? Esta es una pregunta insistente en un debate cada vez más complejo, tanto de abordar como de resolver, más allá de donde se formule. Sobre todo, porque los abusos o excesos derivados de vivir inmersos en un universo digital en plena expansión abren a diario nuevos focos de conflictos en las familias, centros académicos o sociales que han deteriorado la calidad de nuestras relaciones con los demás.

No existen posturas unánimes frente a un asunto que despierta tantas pasiones, tampoco quedan dudas acerca de lo impotente que somos para escabullirnos de una tecnología altamente intrusiva que se cuela por todas las rendijas que encuentra. Prohibir el uso de los celulares, tabletas o computadores es una quimera. Seamos realistas. Quien opte por el camino prohibicionista se equivoca, porque más temprano que tarde se estrellará contra la dificultad de hacer cumplir unas normas draconianas impuestas a adolescentes decididos a quebrantarlas.

Buscar la fiebre en el calor de las sábanas no cura a nadie. Negar categóricamente el acceso de los menores a la tecnología -que no es el coco porque claro que los hay peores- no evitará que niños de 14, 12, 10 años, e incluso más pequeños, terminen convertidos en usuarios compulsivos de redes sociales, plataformas digitales o videojuegos. El reto está en saber cómo poner límites, con menos horas de pantallas y momentos sin conectividad digital. Por ejemplo, acordar horarios o sitios en los que puedan usar los dispositivos móviles, mientras se les acompaña en el proceso de identificar los riesgos a los que se exponen cuando interactúan en las redes.

Construir confianza, establecer canales de comunicación y conciliar las reglas para que niños, niñas y adolescentes sean regulados en el uso de sus dispositivos móviles, en vez de vetarlos de sus vidas, supera el escenario de conflicto intergeneracional. Son los mensajes más comunes entre expertos en estas lides que también señalan, y con razón, que para iniciar a los más pequeños en el uso de las tecnologías no hay que tener prisa. Ningún bebé nace con un celular bajo el brazo. Es decisión de sus padres ponerlo a su alcance, con todo lo que ello trae consigo.

Cuando esto ocurre, no pueden desligarse ya de sus obligaciones en la imprescindible alfabetización digital de sus hijos. Muchos reconocen que no cuentan con herramientas para hacerlo, comprensible. Pero en definitiva, de lo que se trata es de educar en casa, señalando normas claras en el uso de los dispositivos móviles, ejerciendo la autoridad como padres e intentando conjurar lo más nocivo de las nuevas tecnologías. Porque, sin duda, estas arrastran riesgos de daños para el desarrollo intelectual y cognitivo de los menores de edad.

Lo más común es el bajo rendimiento escolar por la dispersión o distracción que les causa el llamado ‘multitasking’, que es estudiar o hacer tareas con el celular al lado, mientras contestan mensajes o revisan redes sociales. Parece lógico que si hacen más cosas al mismo tiempo, aprenderán menos y no alcanzarán el adecuado nivel de comprensión lectora. Desaparecer o prohibir celulares de los centros académicos también se antoja irrealizable. Más realista es regular su uso en salones de clase o limitarlo a espacios de ocio. La desconexión también debería ser una exigencia en un ejercicio de corresponsabilidad entre padres, docentes y directivas.

Quienes a través de los movimientos ‘anticelulares’ buscan proteger a sus hijos de desafueros derivados del mal uso de las nuevas tecnologías coinciden en que se debe retrasar su entrega a los 12 o 16 años. Los más drásticos apuestan por una adolescencia sin teléfonos móviles, pese a la presión social. La discusión está abierta. El equilibrio perfecto no existe, pero a cada adulto le compete una labor de la que no se puede desprender: los dispositivos móviles no son niñeras ni tampoco compañía. Quienes fijamos los límites, antes, ahora y siempre, somos los padres.