Treinta años después de la muerte de Pablo Escobar Gaviria, su capo más universal, Colombia continúa aún sometida al perverso yugo del narcotráfico. Como si se tratara de una especie de Big Bang criminal, su desaparición física el 2 de diciembre de 1993 desencadenó una expansión de estructuras mafiosas que durante las últimas décadas han mutado en las más inverosímiles expresiones de ilegalidad, a tal punto que se han incrustado en todos los niveles posibles de la sociedad. Ha sido una insaciable ralea de herederos ávida de perpetuar la popular sentencia del máximo jefe del cartel de Medellín: “plata o plomo”. O lo es que igual, te corrompo o te aniquilo.
Nada resulta inocente en el sórdido mundo de los narcotraficantes. Su descomunal codicia ha impuesto un relato totalmente distorsionado de la realidad soportado en el entramado de artimañas que rinde culto a la plata fácil, a la lógica del atajo o a la trampa. Contravalores que por distintas razones, casi siempre vinculadas a la precariedad socioeconómica, han seducido a los más jóvenes, principales víctimas de la voracidad de las actividades criminales asociadas a estas organizaciones y a sus economías ilícitas.
Desde las guerrillas hasta los grupos de autodefensa o paramilitares, pasando por las organizaciones de crimen organizado y de delincuencia común, el narcotráfico ha sido determinante en nuestra historia, para mal, ¡claro!
Pese a cada nuevo zarpazo de la ilegalidad, a las predecibles condenas cargadas de comprensible indignación que se suceden como consecuencia de la barbárica violencia desatada por el narcotráfico, la única certeza que al final nos queda a los ciudadanos tras décadas de guerra prohibicionista contra las drogas, tan fallida como inconclusa, es que Colombia ha puesto los muertos, pero también los asesinos. Es una doble tragedia que todavía está lejos de superarse. Quizás porque, como le dijo a EL HERALDO el exdirector de la Polícia y exvicepresidente Óscar Naranjo, inexplicablemente, no existe en el imaginario colectivo de los colombianos, aunque tampoco en el global, una sanción social contundente contra el narcotraficante, a quien se le percibe como si fuera un “redentor social y económico”. A mafiosos y capos se les rinde pleitesía.
No persistamos en equivocarnos porque de ello depende la derrota de la razón o la pérdida de sentido común a la hora de saber identificar y señalar a quien es realmente un artífice de violencias, crímenes y terrorismo. Su poder corruptor resulta inconmensurable como excesivamente obscena es la actividad ilícita a la que se dedica. Sin una visión distinta, holística si cabe, que apueste por una regulación consensuada del universo de las drogas, sensata, además de restrictiva, que incorpore derechos humanos, salud pública, economía y justicia, no habrá cómo contener los ruinosos efectos de la producción, tráfico y consumo desbordado de alucinógenos, al igual que los de sus fenómenos colaterales vinculados a corrupción y violencia.
Aunque Colombia se esfuerce por cambiar su realidad para dejar de ser el primer productor de cocaína del mundo, todo lo que haga será estéril si el resto de actores, eslabones de la laberíntica cadena de la guerra global contra las drogas, no da pasos hacia adelante en la misma senda. Pero quedarse quietos tampoco es una opción cuando las tareas pendientes se nos acumulan por montones. La más evidente, romper la inercia de tener más territorio que estado, más estado que gobierno y más gobierno que instituciones.
Si el Estado sigue ausente de regiones donde los armados ilegales parecen como hormigas buscando la plata mal habida, sus jóvenes, sin esperanzas ni promesa de futuro, que se debaten entre el miedo, la rabia y la violencia, continuarán aceptando la envilecida oferta criminal de los narcotraficantes que les prometen una vida de lujos, pero una existencia efímera. Ganar para al final perderlo todo por el exceso de codicia que trasgrede cualquier límite.
Los exabruptos de los grupos armados ilegales, coincidentes en la impúdica arrogancia que les confiere su capacidad para generar dinero fácil, no anticipan sino resentimiento y desencanto. Aunque se resistan a admitirlo, su ADN está estrechamente ligado al narcotráfico. Lo más desolador es que no se vislumbra horizonte distinto.
No será tan fácil como apretar un botón para reiniciar el quebrantado sistema de valores, pero algo habrá que hacer para detener la sobredosis de desconfianza, incertidumbre y desesperanza en la sociedad que no percibe en sus líderes políticos ni en sus élites el talante moral que sea capaz de revertir esta herencia maldita.