In extremis, los 198 países reunidos en la Cumbre del Clima de Dubái alcanzaron un acuerdo que no dudaron en calificar de histórico. Y defienden que es posible catalogarlo así, sin caer en un falso ni desmesurado optimismo, porque en ninguna de las anteriores citas convocadas por la ONU para debatir salidas a la emergencia climática provocada por el calentamiento del planeta, y esta era ya la vigésima octava, se había logrado sacar adelante un consenso para dejar atrás los combustibles fósiles, los principales contaminantes, mediante una hoja de ruta de alcance global.
Lo pactado resulta sustancial en el objetivo de limitar la magnitud de la actual catástrofe climática, pero aún queda mucho camino para hacerlo viable. De ahí surge el escepticismo. Claro que se vale ser todo lo ambicioso que nuestra desafiante realidad demanda; sin embargo, también conviene entender que los cambios no serán inmediatos. Ni el petróleo ni el gas desaparecerán mañana, ni siquiera lo hará el carbón; los líderes globales han demarcado una ruta hacia la que deberían transitar, en lo posible, todas las naciones para convertir los compromisos en resultados tangibles, antes de que sea demasiado tarde. Dicho de otra manera, aunque la ONU estima que el acuerdo se quedó corto en exigir la retirada progresiva de los combustibles fósiles, sí es válido concluir que este podría ser el principio del fin de su era.
Lo más determinante del acuerdo, impulsado paradójicamente por un magnate petrolero, el presidente de la cumbre, el sultán Al Jaber, quien fue capaz de negociar para superar los bloqueos, se centra en la necesidad de efectuar una transición “justa, ordenada y equitativa”. La clave está en cómo acelerar las acciones durante esta década considerada “crítica” hasta conseguir la neutralidad de carbono en el 2050.
Eso lo primero y, sin duda, más relevante, aunque no lo único. En el listado de compromisos suscritos también se demanda, por un lado, el recorte drástico de las emisiones de dióxido de carbono y de metano, al igual que las del transporte en carretera, en términos, porcentajes y plazos definidos hasta 2050. Y por otro, se convoca a las naciones a triplicar su capacidad de energía renovable y a duplicar su eficiencia energética de aquí a 2030. Quizás algunos conocedores o expertos dirán que esto es más de lo mismo, que así se había previsto en anteriores cumbres climáticas y, en realidad, tienen parte de razón. Muchas cosas no son nuevas.
Algo interesante es que el acuerdo reconoce las realidades diferenciadas de los países. Queda claro que no todos se encuentran en un mismo nivel, de modo que no se les podría exigir en una proporción similar. Esto debido a sus limitaciones económicas para concretar las acciones climáticas, sus vetustas legislaciones internas o reducida capacidad para elaborar nuevos planes sobre cómo disminuirán sus emisiones contaminantes, que deberían presentar, a más tardar, en los dos próximos años. ¿Qué tan buena es la flexibilidad que parece estar en el ADN del pacto?
En últimas, se ha dejado el balón en el terreno de cada territorio para que, en la medida de sus “circunstancias nacionales”, aporte para pasar la página de los combustibles fósiles, lo que abre grietas para nuevos incumplimientos, como hasta ahora ha sucedido con las grandes potencias. Cierto que lo pactado en Dubái no es obligatorio, pero como señaló el sultán Al Jaber: “un acuerdo es tan bueno como lo sea su ejecución”. Y eso aún está por verse. El antecedente de otro histórico acuerdo, el de París en 2015, plantea dudas acerca de la efectividad de lo que en estas cumbres se dice y lo que se hace, con el agravante de que en estos momentos la emergencia climática va a peor, a tal punto que no habría forma ya de limitar el calentamiento global a 1,5°C.
Los retos son enormes. Colombia, cómo no, también tiene los suyos, en especial por sus retrasos e indecisiones en materia de nuevos proyectos de energías renovables. No existe vuelta atrás frente a la transición energética, pero es imprescindible que se den los pasos correctos, asegurando crecimiento económico sostenible, sin caer en la tentación de apostar por opciones pocos realistas, como la del decrecimiento que solo dispararía la pobreza. Eso sería un salto al vacío impensable.