El agónico gol de Vladimir Hernández, en el minuto 89 del partido de vuelta de la final del futbol colombiano, le dio un nuevo sentido a la inmortal frase del inolvidable Edgar Perea: “Al Junior tienes que matarlo para poderle ganar”. La anotación del creativo tiburón, centro del incombustible Déiber Caicedo, no solo silenció a los más de 40 mil corazones que palpitaban en el estadio Atanasio Girardot de Medellín, en la noche del pasado miércoles, también le devolvió el alma al cuerpo a millones de hinchas de “papá”, que impotentes, casi desconsolados, al borde de la desesperación, veían cómo la enorme ilusión por la décima se desvanecía ante sus ojos.
Pero no, la verdad es que no había por qué angustiarse ni desfallecer, cuando se trata del Junior del alma. Aunque eso deberíamos saberlo ya. Al final de una temporada con tintes heroicos, goleadas gloriosas y emociones intensas, en la que el equipo rojiblanco fue de menos a más, quedó demostrado que la historia del título de la Liga II-2023 estaba escrito desde tiempo atrás.
Quien siempre lo tuvo claro fue su capitán, el porteño Carlos Bacca. A sus 37 años, la piedra que pretendía desechar el anterior arquitecto del Junior, el antecesor de Arturo Reyes, resultó ser la piedra angular de su décima estrella. ¡Mira por dónde! Sus gloriosas actuaciones, cada una más descollante que la anterior, sus imprescindibles goles, 18 en total, que lo convirtieron en el máximo anotador del torneo, pero, sobre todo, su irreductible fe, que transformó los paradigmas de fortaleza física, mental y emocional de sus compañeros, bordaron este triunfo sublime que hoy rebosa de excitación a la apasionada afición juniorista. Ni hablar del formidable voto de confianza del máximo accionista del equipo, Fuad Char, que lo sostuvo en medio de la tormenta.
En ocasiones, a los periodistas nos faltan adjetivos para elogiar la singular gesta de leyendas de carne y hueso como él que, además, son ejemplo de humanidad. Campeón tres veces con el Junior, tres veces goleador con el equipo de sus amores, en Bacca se hace preciso reconocer la grandeza de su humildad, su indiscutible liderazgo, capacidad de sufrimiento y garantía de trabajo constante. Verlo llorar como un niño, evocando a su madre fallecida hace dos años, abriendo como nunca antes su corazón para revelar públicamente el sueño que se llevó a la tumba, de verlo levantar una vez más el trofeo de la liga colombiana, lo hizo aún más trascendente. Su lección de sacrificio, pundonor y entereza nos unió en un llanto general, en el que su dolor se confundía con la arrebatadora felicidad de una afición desbordada por el triunfo.
La décima del Junior, tan sufrida como deseada, nos coloca en un excepcional momento de frenesí colectivo que ha coincidido con la época más entrañable del año, la Navidad, y con la cuenta regresiva para el arranque de nuestra fiesta más sabrosa, el Carnaval. Así que no tuvimos cómo ni tampoco quisimos escapar de las ruidosas celebraciones que se sucedieron, luego de los últimos partidos del Junior disputados como verdaderas batallas finales. Cada nueva victoria desató un vaivén de eufóricas emociones que dieron forma a un sueño que sí resultó alcanzable.
a un sueño que sí resultó alcanzable. Como no ocurría desde hace rato, revivieron las pasiones, también las angustias, y, sin duda, las hazañas de los tiburones, dirigidos por el samario Reyes, un técnico discreto, a la postre el primero de la región Caribe en conseguir un título con Junior, que fue capaz de sacar lo mejor de cada uno de los jugadores hasta hacer de ellos una sola familia. Bonito verlos así. Ya era hora. Esta fraternidad, ganadora en sí misma, encontró terreno abonado en las ansias de triunfo de figuras hechas a pulso como Jermein Peña, José Enamorado, Santiago Mele o Déiber Caicedo, la sangre joven del equipo que engrandeció la tarea de los más veteranos o experimentados.
Con el viento en contra, un Junior desorientado, por quien nadie apostaba, supo desplegar las velas a su favor para encauzar el rumbo hacia la victoria. No fue tarea sencilla. Debió coordinar sus piezas, encontrar la energía para mover su motor y dibujar un mapa con rutas ganadoras. En últimas el equipo se sobrepuso a sus propias dificultades para cubrirse de gloria y también con algún abrigo, no vaya a ser que la nieve que de repente cae sobre la ciudad resfríe a alguien ahora que se viene la Copa Libertadores 2024, en sus 100 años de historia. Ganar, y con honor, es esencial, pero la clave está en creer, no dejemos de hacerlo nosotros mismos. Los que nos ven desde fuera aún tendrán que aprender que es eso de que a “papá” hay matarlo para vencerlo.